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29/03/2024. 09:12:17

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Ahuja, los delitos de odio y el Derecho Administrativo sancionador

letrado de la Administración de Justicia

El Derecho Penal es un instrumento jurídico que, tanto en sentido subjetivo como en sentido objetivo, reviste una especial fuerza para lo que se considera el ius puniendi del Estado, si bien la misma es legítima en cuanto que procede de la soberanía popular. Cesare Beccaria, en su Tratado de los delitos y de las penas, afirma lo siguiente: “Toda pena, dice el gran Montesquieu, que no se deriva de la absoluta necesidad, es tiránica; proposición que puede hacerse más general de esta manera: todo acto de autoridad de hombre a hombre que no se derive de la absoluta necesidad, es tiránico. He aquí pues el fundamento del derecho del soberano a penar los delitos: la necesidad de defender el depósito de la salud pública de las particulares usurpaciones; y tanto más justas son las penas, cuanto es más sagrada e inviolable la seguridad y mayor la libertad que el soberano conserva a los súbditos. Consultemos el corazón humano y encontraremos en él los principios fundamentales del verdadero derecho que tiene el soberano para castigar los delitos, porque no debe esperarse ventaja durable de la política moral cuando no está fundada sobre los sentimientos indelebles del hombre. Cualquiera ley que se separe de éstas, encontrará siempre una resistencia opuesta que vence al fin; del mismo modo que una fuerza, aunque pequeña, siendo continuamente aplicada, vence cualquier violento impulso comunicado a un cuerpo”.

A estas alturas del mes de octubre, por todos es conocido lo ocurrido en el Colegio Mayor Elías Ahuja, cuyos residentes se han hecho conocidos por unos estúpidos e insolentes cánticos dedicados a las chicas que viven en el Colegio Mayor Santa Mónica. Ya se presentó una denuncia por la posible comisión de un delito de odio del artículo 510 del Código Penal, aunque habría mucho que decir sobre este asunto a los efectos de defender la verdadera sostenibilidad de una acción penal para las circunstancias comentadas.

Se considera por muchos que los hechos acontecidos con el lamentable protagonismo de los residentes del Colegio Mayor Elías Ahuja constituye un delito de odio del artículo 510 del Código Penal. A este respecto, debe tenerse presente, en el sentido de la Sentencia del Tribunal Supremo 259/2011, de 12 de abril, que el citado precepto regula el delito de odio sancionando penalmente a quienes provocaren a la discriminación, al odio o a la violencia contra grupos o asociaciones por distintos motivos recogidos en el mismo artículo 510 del Código Penal. La utilización del término provocación ha llevado a sostener que es preciso que se cumplan los requisitos del artículo 18 del Código Penal, salvo el relativo a que el hecho al que se provoca sea constitutivo de delito, ya que al incluir la provocación al odio se hace referencia a un sentimiento o emoción cuya mera existencia no es delictiva, resultando indispensable resaltar que es preciso que se trate de una incitación directa a la comisión de hechos mínimamente concretos de los que pueda predicarse la discriminación, el odio o la violencia contra los referidos grupos o asociaciones y por las razones que se especifican en el precepto.

Atendiendo a la la Sentencia del Tribunal Supremo 72/2018, de 9 de febrero, el elemento nuclear del delito de odio consiste en la expresión de epítetos, calificativos, o expresiones, que contienen un mensaje de odio que se transmite de forma genérica, estando configurado como un tipo penal estructurado bajo la forma de delito de peligro, en el que basta para su realización la producción de un peligro que se especifica en el mensaje con un contenido propio del “discurso del odio”, en el que se encuentra implícito el riesgo para determinados colectivos, al que se refieren los Convenios Internacionales de los que se deriva la tipicidad. Estos reflejan la antijuricidad del discurso del odio sin exigir que vaya más allá del propio discurso que incluye el mensaje de odio y que por sí mismo es contrario a la convivencia, resultando lesivo. El tipo penal requiere para su aplicación la constatación de la realización de unas ofensas abarcadas por el discurso del odio en la medida esa inclusión ya supone la realización de una conducta que provoca, directa o indirectamente, sentimientos de odio, violencia, o de discriminación, con expresiones que, por su gravedad y por herir los sentimientos comunes a la ciudadanía, se integran en la tipicidad.

La existencia del peligro creado por la divulgación del mensaje depende tanto del contenido de lo difundido como de la forma en que se hace la difusión, sin que pueda dejar de valorarse la sociedad o el ámbito social, al que se dirigen los actos cuestionados. En algunos momentos históricos o en algunos lugares concretos, determinadas actividades podrían llegar a ser consideradas peligrosas para la seguridad de esos bienes que se pretende proteger, mientras que en otras condiciones tal hecho no podría ser ratificado para defender que hay un riesgo. No se trata de exigir la concurrencia de un contexto de crisis, en el que los bienes jurídicos ya estuvieran en peligro, que resultaría incrementado por la conducta cuestionada, sino de examinar la aptitud de la conducta para la creación del peligro referido a la integridad del grupo contra el que se dirige el mensaje.

El contexto de los cánticos, desagradables hasta lo más profundo del alma, permite inferir que no se pretendía difundir un mensaje del odio, sino dedicar una broma de mal gusto que, muchas de las receptoras, no se han tomado a mal. Quizá se podría plantear la posibilidad de sancionar la conducta de los jóvenes de la residencia masculino que se dirigieron a las chicas del Colegio Mayor Santa Mónica por la vía penal en atención a la regulación de los delitos contra la libertad o de los delitos contra la integridad moral, pero los mismos no pueden haberse cometido en cuanto que no hay sujetos pasivos específicos que hayan sufrido una conducta suficientemente intensa como para ver restringida su libertad o menoscabada su integridad moral, sin perjuicio de que, en relación con otros episodios, puedan llegar a apreciarse coacciones, acoso o delitos contra la integridad moral. También queda la posibilidad de perseguir a los residentes del Colegio Mayor Elías Ahuja por un delito de injurias, pero, para eso, se requiere querella de las jóvenes potencialmente ofendidas conforme al artículo 215.1 del Código Penal y no parece que ellas estén dispuestas a ejercitar acciones penales por unos cánticos por los que no han llegado a sentirse agraviadas, según se ha declarado.

Debe tenerse en consideración un dato fundamental para poder implementar la regulación penal, el principio de intervención mínima, sobre el que la Sentencia del Tribunal Supremo 448/2013, de 27 de mayo, expone que el principio de intervención mínima no es un principio de la interpretación del derecho penal, sino de la política criminal y que se dirige fundamentalmente al legislador para habilitar la posibilidad de una interpretación estricta de la ley penal, que, en las concepciones actuales, significa que el principio de legalidad excluye la generalización del contenido del texto legal basado en la extensión analógica del mismo, sin que se pueda excluir en casos concretos, por razones de oportunidad, los hechos de poca significación, sin olvidar no se protege todos los bienes jurídicos, sino solo aquellos que son mas importantes para la convivencia social, limitándose, además, esta tutela a aquellas conductas que atacan de manera más intensa a aquellos bienes, con las exigencias del principio de legalidad, en la medida en que no es al juez sino al legislador a quien incumbe decidir, mediante la fijación de los tipos y las penas, cuáles deben ser los límites de la intervención del Derecho Penal. El problema es que el Código Penal, que constituye el instrumento sancionador más potente del Estado español, se ha convertido en una peligrosa herramienta política, resultando ser un arma mediática bastante útil en muchos casos para los partidos políticos a los que interese calentar una controversia con trascendencia para la opinión pública, como se puede apreciar en los casos de delitos de odio, en los que la generalidad de la regulación del artículo 510 del Código Penal puede permitir decir una cosa y la contraria en torno a determinados mensajes.

Ahora bien, que la conducta de los cafres del Colegio Mayor Elías Ahuja no constituya delito no implica que no deba existir un castigo con arreglo al ordenamiento jurídico vigente, pues para algo está el Derecho Administrativo sancionador, sobre el que Santiago Muñoz Machado llega a afirmar en el Tomo XII de Tratado de Derecho Administrativo y Derecho Público General, que versa sobre Actos Administrativos y Sanciones Administrativas, que “el artículo 25 CE consagró la potestad sancionadora de la Administración, aunque sometiéndola a límites”, añadiéndose que “la idea de que «los principios inspiradores del orden penal son de aplicación, con ciertos matices, al derecho sancionador», expresada en estos términos en la STC 18/1981, de 8 de julio, que ya hemos citado antes, supuso la constatación de que el artículo 25 CE disponía una disciplina constitucional común para las dos manifestaciones esenciales de la potestad punitiva del Estado”. Precisamente, se podría acudir a una norma legal que, habiendo sido criticada, tiene una enorme utilidad para el mantenimiento del orden público: la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana. El artículo 37.5 de la Ley Orgánica 4/2015 determina que es infracción leve, sancionada con multa de 100 a 600 euros a tenor del artículo 39.1 de la misma norma, la realización o incitación a la realización de actos que atenten contra la libertad e indemnidad sexual, o ejecutar actos de exhibición obscena, cuando no constituya infracción penal.

Habrá quienes tengan la tentación de imponer, de forma conjunta, una sanción penal y una sanción administrativa por los improperios dedicados desde el Colegio Mayor Elías Ahuja a las chicas que residen en el Colegio Mayor Santa Mónica. Sin embargo, ello no está permitido, en la medida en el que el artículo 31.1 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, dispone que no podrán sancionarse los hechos que lo hayan sido penal o administrativamente, en los casos en que se aprecie identidad del sujeto, hecho y fundamento, pues ello es necesario por el principio non bis in idem, que se encuentra consagrado en el artículo 25 de la Constitución según lo expuesto en la Sentencia del Tribunal Constitucional 2/1981, de 30 de enero, en la que se señala que “el principio general del derecho conocido por non bis in idem supone, en una de sus más conocidas manifestaciones, que no recaiga duplicidad de sanciones -administrativa y penal- en los casos en que se aprecie la identidad del sujeto, hecho y fundamento sin existencia de una relación de supremacía especial de la Administración -relación de funcionario, servicio público, concesionario, etc….- que justificase el ejercicio del ius puniendi por los Tribunales y a su vez de la potestad sancionadora de la Administración”, pues, “si bien no se encuentra recogido expresamente en los arts. 14 a 30 de la Constitución, que reconocen los derechos y libertades susceptibles de amparo (art. 53.2 de la Constitución y art. 41 de la LOTC) no por ello cabe silenciar que, como entendieron los parlamentarios en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso al prescindir de él en la redacción del artículo 9 del Anteproyecto de Constitución, va íntimamente unido a los principios de legalidad y tipicidad de las infracciones recogidos principalmente en el art. 25 de la Constitución”.

Dicho lo anterior, si que es cierto que, incoado el proceso penal y, a falta de condena, por haberse acordado el sobreseimiento o dictado una sentencia absolutoria, los hechos declarados probados por la resolución judicial se entenderán totalmente constatados a los efectos de la tramitación del procedimiento administrativo sancionador que pueda llegar a sustanciarse, vinculando a la Administración Pública, como se colige del artículo 77.4 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas. Ello si resultará interesante, aunque no contentará a los que desean un castigo ejemplar ni a los sujetos que se encuentran en la picota, que todavía sufrirán un escarnio público que, para la intención que tenían los desgraciados chicos, va a llegar a alcanzar una magna extensión, como se puede inferir del punto al que ya han llegado las protestas dirigidas a lo que simplemente habría que considerar una pandilla de imbéciles de las muchas que ya existen.

Si hubiera que acudir al Derecho Penal para sancionar por sus estúpidos actos a todos los tarugos, cabezas de chorlito y neandertales que hay en España —que, por estadística pura que decían los pingüinos de un clásico anuncio de refrescos, no son pocos—, los poderes públicos y los ciudadanos tendrían un problema descomunal, pues se potenciaría la degradación de las normas penales al usarse como un medio excesivamente contundente para conductas que no son tan graves como muchos quieren mantener en base a razones políticas y se colapsaría —más todavía— a los órganos jurisdiccionales penales, que, de hecho, ya sufren muchas veces avalanchas de asuntos por comportamientos que, siendo reprochables, no se deben entender incluidos en el ámbito propio del Derecho Penal por no corresponder proporcionalmente sus tan incisivas consecuencias. Esa misma razón lleva a afirmar que también ha de darse un toque de atención a los legisladores, a fin de que elaboren los textos legislativos pensando en los fines de protección jurídica para la ciudadanía que les son propios y no en los fines políticos de unos pocos.

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