A finales del pasado 2008, la Unión Europea aprobó la Directiva 2008/101/CE, a la que el actual escenario de crisis económica restó la atención que en otra coyuntura hubiera merecido. En esencia, lo que esta Directiva dispone, modificando la anterior 2003/87/CE, es la inclusión de las actividades de aviación en el régimen comunitario de derechos de emisión de gases de efecto invernadero.
Tal decisión merece un análisis particular que debe tomar en cuenta el informe emitido por la Agencia Europea de Medio Ambiente en el mismo 2008, que señalaba directamente al transporte como uno de los sectores determinantes de un nivel de emisiones que se aleja peligrosamente de las exigencias asumidas en el Protocolo de Kioto. Sin embargo, dicho Protocolo no ponía un acento significativo en la actividad de transporte aéreo, ante la evidente dificultad que supone asignar las emisiones originadas a un país concreto. Y en verdad, tampoco el informe de la Agencia se centraba en la aviación: su preocupación esencial era el transporte terrestre por carretera, y su denuncia más insistente la que nos afecta a prácticamente todos los ciudadanos como usuarios de turismos (los turismos, según el repetido informe, son los culpables de nada menos que el 12% de las emisiones totales de CO2 en territorio de la UE).
La Directiva, básicamente, proyecta sus efectos sobre las emisiones de todos los vuelos con origen o destino en aeródromos comunitarios a partir de 2012. En ella se determina que habrá de habilitarse un método eficaz de asignación de derechos para garantizar la racional distribución de los mismos entre los existentes operadores aeronavales, disponiendo un porcentaje de estos derechos para su adquisición a través de subasta, y habilitando una reserva especial que permita -en un futuro- la incorporación al mercado de nuevos operadores. Igualmente, esta reserva cumplirá la función de mejora a favor de los operadores preexistentes que vieran incrementada su actividad en razón de toneladas-kilómetro a lo largo del tiempo.
Por lo tanto, lo que esta nueva Directiva supone es la manifestación de un claro interés por parte de la Unión en disciplinar el mercado del transporte aéreo desde la perspectiva medioambiental. La experiencia nos muestra, además, que las disposiciones medioambientales tienen unos nada desdeñables efectos colaterales que las transforman, muchas veces, en medidas encubiertas de fomento o de control económico cuya incidencia en los mercados no puede ser ignorada. Y en un escenario de crisis con una sintomatología energética tan clara como la que padecemos, este efecto se redobla: la batalla que la UE pretende librar es una batalla tecnológica que impulse a la flota aérea comunitaria a alcanzar objetivos de eficiencia tecnológica que redunden en beneficio directo de su competitividad en el escenario internacional.
La Directiva 2008/101/CE debe ser puesta en relación con el llamado Proyecto EEFAE (Efficient, Eco-Friendly Aircraft Engines) que, dotado con más de 100 millones de euros, pretende ultimar el diseño y puesta en funcionamiento de un motor aeronáutico europeo cuyo rendimiento recorte las emisiones actuales de óxido de nitrógeno en un 60% y las de CO2 en un 30%, reduciendo por igual en un tercio los costes totales de mantenimiento y reparación. La eventual consecución de este objetivo y la implementación de una innovación industrial tan significativa harían de la flota europea no sólo una flota ecológicamente viable, sino comercialmente competitiva frente a los gigantes norteamericanos y otros operadores pujantes que se han abierto paso en nuestro mercado.
Es en este paisaje económico y tecnológico donde el diseño de la Directiva 2008/101/CE alcanza su pleno significado, y en un contexto de crisis energética aguda donde el alcance de estas metas se hace indispensable.