Si habéis tenido el placer de ver la última película de Javier Fesser sobre ese equipo de baloncesto que nos hizo vibrar de emoción hace pocos años, espero sacaros una sonrisa con el recuerdo de alguna de sus escenas. Si no la habéis ido a ver, intentaré ser lo suficientemente cauta para no desvelar nada que no sea necesario y permitir que podáis disfrutar de ella. Son muchas las reflexiones que se pueden extraer de la película. Cada uno la lleva a su terreno o mejor, al terreno que su visión del mundo ha abonado. En el caso que nos ocupa, es imposible no relacionar la película y algunos de sus mensajes con el medio penal y penitenciario.
En primer lugar, por la relación entre enfermedad mental y prisión. La prevalencia de las patologías mentales en instituciones penitenciarias es preocupante por varios motivos: por la cuantía de personas afectadas, por la insuficiencia de los medios específicamente penitenciarios para su adecuado abordaje -los psiquiátricos penitenciarios ni son suficientes, ni puede que sean la mejor solución-; y, quizá lo más relevante, por la perspectiva errónea que subyace tras el ingreso en prisión de una persona con enfermedad mental. Debido a la falta de red comunitaria, los enfermos mentales que comenten un delito son encerrados en prisiones al uso. Y estas prisiones, no nos engañemos, no cuentan con instalaciones, regímenes de cumplimiento o personal, formado y entrenado para los cuidados terapéuticos que una persona con enfermedad mental requiere. Para determinadas patologías y situaciones delictivas, deberíamos plantearnos si no estamos más ante enfermos que ante personas que voluntariamente incumplen con la norma penal.
En segundo lugar, hay una escena que recuerda a situaciones vividas en la práctica penitenciaria. Cuando Sergio vuelve al equipo, llama la atención el contraste entre la naturalidad con que sus compañeros resuelven el conflicto que se ha planteado y los problemas y miedos que manifiestan quienes en ese momento les tutelan. A veces, los que trabajamos en ámbitos propios de las ciencias de la conducta, corremos el riesgo de pensar en términos excesivamente científicos. Analizamos la realidad con un prisma metodológico que esa misma realidad acaba desmintiendo. Y lo que es peor, en ocasiones comentemos el error de desatender lo que no entra en los esquemas que hemos asumido como científicamente adecuados. La ciencia ha de ayudarnos a entender y mejorar la realidad, pero a veces, por pura inercia, nos lleva a problemartizarla en exceso.
A modo de ejemplo, atendamos a lo que en el medio penitenciario se entiende por tratamiento. De acuerdo con el art. 59 de la LO 1/79, de 26 de septiembre, General Penitenciaria (LOGP): “1. El tratamiento penitenciario consiste en el conjunto de actividades directamente dirigidas a la consecución de la reeducación y reinserción social de los penados. 2. El tratamiento pretende hacer del interno una persona con la intención y la capacidad de vivir respetando la Ley penal, así como de subvenir a sus necesidades. A tal fin, se procurará, en la medida de lo posible, desarrollar en ellos una actitud de respeto a sí mismos y de responsabilidad individual y social con respecto a su familia, al prójimo y a la sociedad en general”. Completando el anterior, el art. 62 del mismo texto normativo enumera los principios del tratamiento del siguiente modo: “El tratamiento se inspirará en los siguientes principios: a) Estará basado en el estudio científico de la constitución, el temperamento, el carácter, las aptitudes y las actitudes del sujeto a tratar, así como de su sistema dinámico-motivacional y del aspecto evolutivo de su personalidad, conducente a un enjuiciamiento global de la misma, que se recogerá en el protocolo del interno. b) Guardará relación directa con un diagnóstico de personalidad criminal y con un juicio pronóstico inicial, que serán emitidos tomando como base una consideración ponderada del enjuiciamiento global a que se refiere el apartado anterior, así como el resumen de su actividad delictiva y de todos los datos ambientales, ya sean individuales, familiares o sociales, del sujeto. c) Será individualizado, consistiendo en la variable utilización de métodos médico-biológicos, psiquiátricos, psicológicos, pedagógicos y sociales, en relación a la personalidad del interno. d) En general será complejo, exigiendo la integración de varios de los métodos citados en una dirección de conjunto y en el marco del régimen adecuado. e) Será programado, fijándose el plan general que deberá seguirse en su ejecución, la intensidad mayor o menor en la aplicación de cada método de tratamiento y la distribución de los quehaceres concretos integrantes del mismo entre los diversos especialistas y educadores. f) Será de carácter continuo y dinámico, dependiente de las incidencias en la evolución de la personalidad del interno durante el cumplimiento de la condena”. Como vemos, se trata de una definición compleja que puede resultar necesaria para el abordaje de determinados casos, pero que sin duda, resulta excesiva para otros. De ahí que el propio Reglamento Penitenciario, aprobado por Real Decreto 190/1996, de 9 de febrero, haya tratado de otorgar al tratamiento un enfoque más social que clínico. Sin embargo, ello no evita que en la práctica, sigamos cayendo en posturas científicas excesivamente puristas.
Por último, casi al final, aparece un beso espontáneo entre dos mujeres. Una, la que toma la iniciativa, sin duda quiere. La otra, la que recibe el beso, no puede disimular la sorpresa. Los contextos de esta situación y la que inevitablemente se nos viene a la cabeza, son absolutamente distintos. De hecho, es difícil que la imagen de la película pueda ser percibida como algo inadecuado. Sin embargo, no podemos menos que invitar a la reflexión en torno a dos asuntos. Primero, la tendencia desmesurada al uso de lo penal para resolver cualquier problema social está provocando que, cada vez más, veamos al fantasma del delito donde no lo hay pero podría haberlo. Si no queremos pertenecer a una sociedad en permanente neurosis, conviene que el derecho penal vuelva a ocupar su posición normativa de última ratio, no primera. Segundo, en relación con lo anterior porque contribuye a ello, llamamos la atención sobre el abuso que de ese derecho penal hacen los medios de comunicación y las redes sociales, y la exposición pública que conlleva. Ello, no sólo en perjuicio de quien ha protagonizado una conducta reprobable, sino por el riguroso escrutinio al que también se somete a la persona afectada. En estos tiempos tan rápidos y polarizados, parece que vamos a tener que pelear por dos cosas: mantener la capacidad de reflexión que, inevitablemente, implica tiempo; conservar la capacidad de mostrar una opinión divergente con el sentir aparentemente mayoritario que las redes y medios de comunicación hacen omnipresente. No sé a vosotros, a mí, a veces, me da miedo.