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19/04/2024. 03:46:19

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Reflexiones tras la tramitación de la nueva Ley del Deporte

Parece que, al fin, pronto veremos en el Boletín Oficial del Estado una nueva Ley del Deporte que vendrá a sustituir a la actual Ley 10/1990, de 15 de octubre, del Deporte, de 32 años de vigencia, bastante más que las de 1961 y 1980, cuya duración el lector puede adivinar con una simple cuenta matemática. No quiere emplearse este espacio para abordar un análisis técnico-jurídico de la norma, sino que pretende ponerse el foco en la ardua tramitación que nos ha llevado hasta aquí, a través de un análisis que atañe a todos los implicados, de una u otra forma, en el proceso, si queremos que la evolución normativa del sector sea consecuente con la situación que viva en cada momento.

Lo primero que hemos de poner de manifiesto es la extraordinariamente larga tramitación de la Ley. Ha llovido mucho –aunque últimamente menos de lo deseable- desde aquel lejano mes de marzo de 2018 en el que se publicó la preceptiva consulta pública previa en la que ya empezaron a recibirse las primeras propuestas del sector deportivo. Esto, junto a la realización de una serie de jornadas promovidas por el Consejo Superior de Deportes (CSD) y la publicación de un borrador de texto normativo elaborado por un grupo de expertos juristas en derecho del deporte parecían dar el pistoletazo de salida a un proceso que, en ningún caso, podía preverse corto por la complejidad técnica que comporta la legislación deportiva.

A partir de aquí, moción de censura y cambio de Gobierno mediante, el equipo entrante asumió la preparación de un texto normativo que el Consejo de Ministros tomó en consideración como Anteproyecto de Ley del Deporte el 1 de febrero de 2019. Se trataba de un documento inicial con las primeras propuestas del Gobierno con el objeto de ser discutido con el sector, como así se hizo con más de un centenar de reuniones que tuvieron como finalidad poder tener una nueva Ley antes de la conclusión natural de aquella legislatura. Parecía, incluso, que el camino se estaba andando demasiado rápido, ya que surgieron algunas voces críticas con las prisas en la aprobación de un primer texto. Las sucesivas convocatorias electorales de aquel año produjeron la primera gran interrupción en la tramitación, si bien no directamente achacable, en esta ocasión, a la idiosincrasia del deporte.

Conformado nuevo Gobierno en los inicios de 2020, se produjo el primer cambio en la Presidencia del CSD, que lideraba la modificación legislativa que se perseguía. Otra vez, no fueron buenas noticias para la tramitación de la nueva Ley, ya que el nuevo equipo decidió hacer caso omiso a lo que su propio programa electoral prometía, al disponer de otros instrumentos jurídicos con los que inventarse entes paralelos de escaso éxito. La brevedad de aquel mandato permitió que este parón apenas durara poco más de un año.

El equipo actual retomó el impulso a la nueva Ley en unos plazos que, esta vez, sí pueden considerarse defendibles en tanto fueron ocho meses los que transcurrieron hasta que el Proyecto de Ley puso rumbo al Congreso de los Diputados, publicación de un segundo Anteproyecto mediante. Sin embargo, no puede considerarse tan razonable el tiempo que ha estado el Proyecto de Ley en el Congreso, casi un año, hasta que el pasado día 3 de noviembre de 2022 se votó en Pleno el dictamen del texto que se encamina al Senado para el final de su tortuosa tramitación.

En definitiva, en lo que al transcurso del tiempo se refiere, muchas cosas han cambiado desde marzo de 2018 hasta finales de 2022, y la agilidad con la que el deporte ha evolucionado en las últimas décadas hace que el peligroso precedente que ha supuesto la aprobación de esta Ley provoque que cambios futuros resulten ciertamente inabordables. Esto nos puede llevar a que las legislaciones deportivas se acaben haciendo vía Real Decreto-ley, algo en lo que el deporte tiene una experiencia nada positiva, ya sea por la interpretación extraordinariamente amplia de las situaciones que habilitan el uso de este instrumento normativo, por la amenaza de exclusión del sistema deportivo o por un cúmulo de incalificables circunstancias difícilmente resumibles en tan breve espacio  –yendo en orden cronológico, para más señas-.

Precisamente el segundo punto que quiere relatarse aquí se refiere a los constantes cambios en la dirección del CSD, que han tenido una influencia decisiva en la configuración del texto y su posterior evolución. Y es que han sido hasta 4 los distintos Presidentes que ha conocido la entidad pública durante el periodo anteriormente citado. Se había acostumbrado el organismo a periodos de estabilidad –después de una década de los 90 parecidamente inestable- que hoy ha dejado de observarse, lo que viene dificultando no solo las tramitaciones normativas, sino la propia política deportiva del Estado, que no puede limitarse a juzgar su éxito en función del número –en miles de euros- que cada año aparezca en la Ley de Presupuestos Generales del Estado.

Han sido varios los equipos de trabajo con participación directa o indirecta en el proceso de elaboración, que han ido heredando un trabajo más o menos desarrollado pero sin los necesarios fundamentos para una adecuada sucesión, sobre todo cuando la cadena perdió un eslabón a principios de 2020. Ello permite entender y observar, especialmente desde el texto publicado en junio de 2021, ciertas desconexiones propias de quienes tienen que terminar un trabajo que otros han dejado a medias, sin que esta afirmación pretenda imputar una responsabilidad a quienes no la deben tener. Por lo que hemos tenido ocasión de observar en el dictamen del Congreso, esas incongruencias no solo no se han pulido, sino que se han acentuado, procedentes de la escasa o nula calidad de un porcentaje demasiado importante de las enmiendas presentadas al Proyecto de Ley, impropias de la sede principal del legislador español, pero que pueden considerarse cognoscitivamente congruentes con una lectura superficial de las preguntas parlamentarias que guardan relación con el deporte en los últimos tiempos.

Lo anterior ha conducido a que desde algún foro se haya calificado como paupérrima la calidad técnica de la ley, llegándola a tildar como la peor de la democracia. No se puede compartir este criterio si partimos de que la Ley de 1980 ni siquiera se atrevió a definir el carácter público o privado de las federaciones deportivas españolas, siendo el Tribunal Constitucional quien asumiera la responsabilidad que le correspondía al legislador, y la de 1990 tampoco aclaró qué naturaleza jurídica tenían las ligas profesionales o la licencia federativa. No obstante, cierto es que hay cuestiones de la nueva Ley que no han quedado suficiente o satisfactoriamente resueltas desde esta perspectiva, a lo que el repaso del Congreso poco ha ayudado, al igual que tampoco se puede ser injusto en las valoraciones a las antecesoras de esta nueva Ley obviando de cualquier análisis el momento en que fueron aprobadas.

El tercer punto de debate nos dirige a la deficiente tramitación parlamentaria, que ha llevado a que el texto ni siquiera haya podido obtener el refrendo mayoritario del Congreso, yendo adelante gracias a las abstenciones. Si por algo debe caracterizarse el deporte a nivel político es por la ausencia de ideología, y desde este prisma la nueva ley debía haber obtenido el consenso ampliamente mayoritario de la Cámara Baja. Tras casi cinco años de tramitación, no alcanzar la mayoría absoluta del Congreso puede considerarse decepcionante, distante de la ambición con la que sus promotores empezaron a trabajar. Desde luego, no parece que la problemática de ciertas selecciones autonómicas sea un obstáculo insalvable, especialmente si en España empezamos a asumir, de una vez por todas, que las competiciones internacionales no son entre países, como establece la Carta Olímpica, sino confrontaciones entre selecciones de federaciones miembro asociadas en una entidad internacional de carácter estrictamente privado. Por ello, si se ha contagiado el deporte de la tendencia del debate político en España, concluiremos que el retroceso en un sector muy dependiente de los poderes públicos a cualquier nivel territorial es notable.

Finalmente, y no menos importante, es procedente referirse al papel que los actores del sector deportivo han jugado en el proceso. Durante tanto tiempo, prácticamente todo aquel involucrado o afectado por la Ley ha tenido ocasión de pronunciarse en un sentido u otro. El encendido debate acaecido durante las últimas semanas, donde las emociones han vencido con claridad a cualquier análisis que persiguiese esbozar aunque fuese un mínimo rigor jurídico, no ha ayudado en nada a mejorar la calidad de la norma. Cabe incidir especialmente en la responsabilidad de quienes han asumido, por cualquier tipo de mandato, funciones de notable relevancia en entidades públicas y privadas del deporte español, que no solo ha de limitarse a los correspondientes intereses que han de tutelar, sino que debe extenderse al conjunto del sector, a los valores de respeto que este representa y a los principios de actuación medianamente razonables que deben imperar en una tramitación legislativa de este calado. Utilizar todo tipo de altavoces mediáticos para defender aquello que no se puede lograr en los despachos desmerece el producto que se pretende popularizar y exhorta una pésima imagen tanto individual como de España, siendo el deporte uno de sus mejores agentes globales.

En este frenesí, los medios de comunicación al servicio de intereses compartidos con aquellos a quienes se hace referencia en el párrafo anterior han supuesto un importante amplificador. La crítica jurídica y política no solo no es censurable, sino que es positiva y ha ayudado a mejorar ciertos aspectos de la norma, especialmente cuando la falta de fe en la aprobación de una nueva ley habilitaba un mayor espacio al debate técnico. Sin embargo, la presión mediática tendente a modificar aspectos consolidados en la doctrina como el necesario redimensionamiento de la intervención pública o la no sublevación del derecho de la competencia no ha tenido el éxito esperado, consecuencia de la soledad en la defensa de tales postulados. Ello ha derivado en una campaña de difamación que ha alcanzado cotas intolerables, vertiendo sospechas infundadas y tratando de macular la honestidad de quienes, con mayor o menor acierto pero desde su leal saber y entender, han trabajado en el texto, con el suficiente conocimiento de la indignidad de lo publicado para no atreverse a ofrecer una firma a sus lectores. Desde luego, esta metodología ha demostrado su absoluta ineficacia en reiteradas ocasiones en los últimos años, lo cual merita ser analizado por quienes sientan la tentación de proceder de manera similar en el futuro.

Así pues, parece que no habrá que esperar a 2028 para tener una Ley del Deporte, teniendo en cuenta que la de 1980 se aprobó dos años antes de organizar el Mundial de España’82 y su sustituta en 1990, dos años antes de Barcelona’92, aunque en ciertos momentos ha llegado a parecer una fecha viable. Todavía estamos abiertos, no obstante, a un giro dramático de los acontecimientos en el Senado, lo cual no sería de extrañar. El proceso que nos ha traído hasta el texto que encontramos en la Cámara Alta debe invitarnos a una profunda reflexión para que futuros procesos legislativos respeten los principios de buena regulación en su más amplia concepción. La mayoría del deporte español, que es quien realmente necesita el soporte del legislador y de la Administración Pública, lo agradecerá.

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