La creación del Consejo Estatal de Responsabilidad Social de las Empresas da pie para interrogarse sobre el carácter voluntario o imperativo de esta nueva forma de responsabilidad.
Con el Real Decreto 221/2008, de 15 de febrero, por el que se crea y regula el Consejo Estatal de Responsabilidad Social de las Empresas, ha visto la luz una de las recomendaciones del Parlamento y del Foro de Expertos creado por el Gobierno.
Ante la creación de un nuevo Consejo, cabe recordar el napoleónico cinismo de afirmar que si se quiere que un asunto no salga adelante, lo mejor es crear una comisión. Al amparo de la Ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado y desde 1997 se han creado diversos Consejos Estatales y Nacionales, tales como el Consejo Estatal de Familias, el Consejo Estatal del Pueblo Gitano, el Consejo Estatal de Organizaciones no Gubernamentales de Acción Social, el Consejo Estatal de las Personas Mayores, el Consejo Estatal de las Artes Escénicas y de la Música, el Consejo del Plan Estatal de Vivienda, el Consejo Nacional de la Discapacidad, el Consejo de Consumidores y Usuarios, el Consejo Nacional del Clima, el Consejo Nacional de Bosques, el Consejo Nacional del Agua o el Consejo Nacional de Objeción de Conciencia. Parece que todos ellos comparten el rasgo común de atender a ámbitos de interés social, ámbitos que se encuentran en una situación manifiestamente mejorable (pese a los esfuerzos de los Consejos correspondientes).
Pero, para ser justos, en este caso se trata de crear un consejo consultivo, que emita informes y sirva, dentro de la obsesión astronómica de los últimos tiempos, de "Observatorio", esto es, que analice la realidad para detectar la evolución de la Responsabilidad Social de las Empresas (RSE).
La paradoja se encuentra en uno de los objetivos que el Real Decreto asigna a este Consejo y que es, nada menos, que "fomentar las iniciativas sobre Responsabilidad Social de las Empresas, proponiendo al Gobierno, en el marco de sus funciones asesoras y consultiva, medidas que vayan en ese sentido, prestando una atención especial a la singularidad de las PYMES" (artículo 3.b).
Decimos paradoja porque estimular al Gobierno a que adopte iniciativas (el Gobierno que, por definición y de cualquier signo político, está deseando intervenir) es el primer paso a la regulación. Por supuesto, se nos dirá que el artículo 38 de la Constitución no ampara una libertad de empresa sin matices, sino que de forma expresa la sujeta a los intereses de la economía general, previendo incluso la planificación. Sin embargo, no hemos de olvidar que ese precepto constitucional propugna fundamentalmente la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado y que las empresas no son asociaciones sin ánimo de lucro ni ONGs.
Precisamente la RSE debería mantenerse en el ámbito de lo voluntario. La misma definición de la RSE o Responsabilidad Social Corporativa (RSC) presupone una actuación voluntaria de las empresas en determinados campos de particular sensibilidad social (aun cuando la RSE se va ensanchando, como un gas con horror al vacío, suele concentrarse en las materias de igualdad y medioambientales, vinculadas al llamado "desarrollo sostenible").
La RSE se define por la Comisión Europea como "la integración voluntaria, por parte de las empresas, de las preocupaciones sociales y medioambientales en sus operaciones empresariales y sus relaciones con sus interlocutores".
En el momento en que comiencen a adoptarse "iniciativas" por el Gobierno, tal voluntariedad desaparecerá. Sería preferible mantener el vigente filtro del mercado, en el que las sociedades cotizadas publican sus informes sobre RSC, con el propósito de que el inversor sepa seleccionar a aquellas con mayor "conciencia social". Aunque resulte algo heterodoxo, ha de aceptarse que la RSC constituye, en primer lugar, una herramienta de marketing. Porque, por el momento, las sociedades tienen personalidad jurídica, pero ésta no incluye la conciencia.