El autor reflexiona sobre el futuro del Derecho y sobre la necesidad de crear un sistema flexible y armónico que contribuya a crear una sociedad más justa, pero no más "enredada".
El Derecho de la sociedad en que vivimos ha llegado a constituir un denso entramado de normas, una tupida red. Los actos de cada individuo, incluso los más privados, producen, como los movimientos de un insecto sobre una tela de araña, múltiples efectos legales. El Derecho considera dichos actos desde todos los posibles puntos de vista, calculando sus últimas consecuencias para la sociedad, y en masa, estadísticamente.
Cada vez más, las normas ocupan los ámbitos que quedaban de vacío legal o de libertad. Nuevas y más complejas reglas sustituyen a las antiguas con rapidez, en un proceso de ingeniería social, al parecer nunca suficientemente ágil, que aspira a satisfacer los cambiantes deseos y miedos reinantes.
Los mecanismos del Derecho tienden a uniformar a los ciudadanos, de forma inexorable, casi mecánica. Es una necesidad del funcionamiento del sistema. A tal efecto, se hace amplio uso de las prohibiciones, salvo licencia; de los tributos; de las sanciones y de las subvenciones.
La sociedad es muy compleja, y no son bastantes las normas rígidas, ni aun siendo producidas en cascada. Hay que permitir que tales normas dejen zonas de penumbra, y que puedan aplicarse con flexibilidad según criterios de oportunidad o según las circunstancias de cada caso.
La propia acumulación de preceptos, su apertura a la interpretación, la lentitud y la insuficiencia de los mecanismos de aplicación, generan desorden y desajustes entre los objetivos ideales y la realidad. El efecto conseguido es, a la postre, discutible y arbitrario. El sistema se disgrega y pierde autoridad.
Junto a ciertos campos de actividad social estrictamente vigilados y sometidos a la norma, se van formando guetos políticos, económicos o de población que actúan al margen del ordenamiento, o en contra de él.
La densa red va experimentando un proceso de disolución.
