Una de las deficiencias más acusadas que se observan durante el interrogatorio realizado a una parte, testigo o perito, radica en que las preguntas formuladas no aportan nada a la línea de defensa de quien interroga.
En ocasiones, estas preguntas superan el control de legalidad, aunque a efectos del interrogatorio resultan inocuas e intrascendentes en su conjunto y contexto; en otras ocasiones, se enfrentarán a la interpelación más que justificada del juez:
- Sr. Letrado, esa pregunta ya ha sido respondida anteriormente.
- Abogado, esa pregunta es impertinente.
- Sr. Letrado, concrete su pregunta.
- Alguna pregunta más Sr. Letrado…
Esta práctica trae su causa en una defectuosa preparación del interrogatorio, falta que, a su vez, deriva de la ausencia de un objetivo claro y preciso a la hora de abordar todo interrogatorio. Unido a lo anterior, encontramos una costumbre bastante perniciosa, por la cual el abogado se siente «obligado» a interrogar y no dejar pasar la ocasión sin intervenir (quizás en la confianza de poder obtener algún resultado, lo que los anglosajones denominan ir de fishing expedition o porque el cliente, presente en el juicio, no ha sido advertido de la posibilidad estratégica de no preguntar).
Sin embargo, podemos afirmar que dicha práctica es contraproducente y perniciosa para la defensa, afirmación que se resume perfectamente en el dicho «A veces, la mejor pregunta es la que no se hace». Y si éste no queda claro, hay otro más elocuente: «No existen malas respuestas, sino malas preguntas».
Efectivamente, el interrogatorio, acorde con su fin estratégico, solo procede cuando se tiene un objetivo que desde el punto de vista probatorio resulta relevante y que, en la práctica, tiene visos de ser alcanzable.
¿Y cuáles son estos objetivos?
En el Interrogatorio directo:
a) Favorecer la credibilidad del testigo.
b) Persuadir al juez de la veracidad del testimonio.
En el Contrainterrogatorio:
a) Limitación de daños o limitación de los efectos negativos derivados del interrogatorio directo.
b) Desacreditar al testigo.
c) Desacreditar el testimonio.
Por lo tanto, antes de tomar la decisión de interrogar hemos de fijar nuestro objetivo y evaluar las posibilidades de lograrlo. Únicamente en el caso de que sea posible alcanzarlo, entraremos a interrogar; de lo contrario, es preferible mantenerse en silencio.
La explicación de esta regla radica en que, empleando el símil de un edificio en construcción, el objetivo a alcanzar constituiría la cimentación del mismo, mientras que los restantes elementos estratégicos como el uso de las preguntas, la secuenciación, el orden de presentación de testigos y de las preguntas, la duración, velocidad, control del testigo, comportamiento, etc. no serían más que elementos constructivos asentados sobre dichos cimientos. De este modo, sin un objetivo definido, el empleo de las restantes técnicas carecerían de fundamento y su empleo sería no sólo inútil, sino peligroso.
Efectivamente, preguntar en tal contexto sería una decisión comprometida, pues los abogados no hemos de olvidar que el juez, a cuyo conocimiento va destinado el propio interrogatorio, nos observa cuando intervenimos y qué duda cabe que la falta de objetivo transmitirá carencia de recursos del profesional (es decir, que no se lo ha preparado adecuadamente) y disminuirá a sus ojos la credibilidad de nuestra línea de defensa.
En definitiva, y salvo mejor opinión, preguntar por preguntar es perjudicial.
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