Hace veinticinco años, los profesores que dábamos nuestros primeros pasos en el terreno de la investigación en Derecho, veíamos la actualización en materia legislativa como un deber liviano que se podía cumplir con una simple visita mensual al índice del BOE, de cuya rápida lectura en diagonal uno podía deducir dónde se hallaban las novedades. Luego llegaron las modas de las leyes de acompañamiento de los presupuestos, que se utilizaban para que cada día de San Silvestre se modificara cerca de un centenar de leyes. O las modas esas que el maestro Aurelio Menéndez denominaba “leyes ómnibus”, que servían para que en una Disposición Adicional de una ley que aprobaba las tasas por servicios del Consejo de Seguridad Nuclear se modificaran de paso cinco artículos de la Ley de Marcas; o para que el régimen de responsabilidad por daños causados en manifestaciones y reuniones se modificara en otra Adicional de la ley que regulaba la utilización de videocámaras por la policía. Por no hablar de cuando se utilizaba la tramitación de un Proyecto de ley de arbitraje para tipificar como delito la convocatoria ilegal de un referéndum.
Siempre pensé que esta manera tan heterodoxa de legislar era producto de la impenitente comodidad de un legislador cada vez más instalado en la vagancia, que prefería abandonar la "elegantia iuris" por la "pachorra iuris". Pero, después de leer la Ley 54/2007, de 28 de diciembre, de Adopción Internacional, me comienza a dar la impresión de que esa técnica consistente en esconder las modificaciones de leyes importantes entre las Disposiciones Adicionales o Finales de otras leyes puede responder al deseo de que la novedad pase desapercibida. Y es que no me cabe en la cabeza que a Sus Señorías no les dé ni pizca de vergüenza que la Disposición Final primera de la Ley de Adopción Internacional contenga sendas modificaciones de los artículos 154 y 268 del Código civil. Modificaciones que consisten en suprimir normas tan sensatas como eran las que permitían a los padres "corregir razonable y moderadamente" a los hijos, o a los tutores hacer lo propio con los menores bajo su tutela.
Como no salgo de mi asombro, acudo a la Exposición de Motivos para dar con eso que solemos llamar los juristas "interpretación auténtica", y me siento aturdido con la siguiente explicación: "se da respuesta de este modo a los requerimientos del Comité de Derechos del Niño, que ha mostrado su preocupación por la posibilidad de que la facultad de corrección moderada que hasta ahora se reconoce a los padres y tutores pueda contravenir el artículo 19 de la Convención sobre los Derechos del Niño de 20 de noviembre de 1989".
Pero mi estupor se acaba de convertir en un ataque de risa floja. ¿Qué dice ese artículo 19? Pues dice lo siguiente: "Los Estados Partes adoptarán todas las medidas legislativas, administrativas, sociales y educativas apropiadas para proteger al niño contra toda forma de perjuicio o abuso físico o mental, descuido o trato negligente, malos tratos o explotación, incluido el abuso sexual, mientras el niño se encuentre bajo la custodia de los padres, de un representante legal o de cualquier otra persona que lo tenga a su cargo".
En fin, que los padres españoles se enteren de una vez: cumplir con las exigencias de la Convención sobre los Derechos del Niño obligaba inexorablemente a que desapareciera la posibilidad que el Código civil venía concediendo de corregir moderada y razonablemente a los hijos. La barbaridad se explicaba muy bien en la fracasada enmienda nº 14 del Grupo Parlamentario Vasco (apoyada por CiU y PP, y en su sentido último, por la propia Fiscalía General del Estado): si se suprime la facultad de corrección razonable y moderada, queda suprimida también la obligación paterna de educar y socializar al niño. Como contaba el singular juez Calatayud en un ejemplar videoclip que viajaba por Internet, hasta ahora, al niño que no quería tomarse la sopa al mediodía, se le daba la sopa de merienda o de cena. Si no le gustaba la cucharada de jarabe para el catarro, se le suministraba con jeringuilla y tapándole la nariz para que lo tragara. Pero eso ya no vale. Si no quiere la sopa, se debe negociar con él ("transar", esa horrible palabra del léxico forense) una solución equilibrada, que comúnmente concluirá con el padre friéndole una hamburguesa o la madre haciendo una pizza. Si el niño insiste por séptima vez en meter los deditos en el enchufe, darle un cachete es una fascistada retrógada que puede violar la Convención: lo que hay que hacer es explicarle los efectos nocivos de la energía eléctrica, y que si la energía parece magia, en realidad es calor, movimiento, trabajo y potencia, es algo que está en todas partes, en todo lo que se mueve. Hay que explicarle al niño, cuando vuelve a hacer su octavo intento de suicidio, que el julio es una unidad de trabajo, de energía y de cantidad de calor desprendido, y que equivale al trabajo producido por una fuerza de un newton cuando el objeto al que se aplica dicha fuerza se desplaza un metro. Hay que contarle también quiénes eran Lord Kelvin, Isaac Newton y James Prescott Joule. Y es que solamente eso puede significar que el Código civil siga diciendo que la patria potestad se debe ejercer en beneficio de los hijos de acuerdo con su personalidad, y que comprende la obligación de procurarles una formación integral.
Cuando razonan que si la ley consiente que los padres corrijan a sus hijos, queda abierta la puerta al maltrato, muchos pobladores de la Carrera de San Jerónimo muestran una inconmensurable estupidez que tal vez se podría haber corregido con algún buen cachete paterno dado a tiempo. Confundir el culo con las témporas no es bueno, pero si encima es una ley quien lo hace, el legislador y los ciudadanos a quienes representa quedan condenados al ridículo perpetuo. Sobre todo si piensan que, en los hogares en los que efectivamente hubiera malos tratos, con esta ley ha terminado de haberlos.
*Artículo
publicado en La
Tribuna del Derecho y que forma parte del libro
"Escritos sueltos sobre legisladores, abogados y jueces".
342 pág. Editorial Dykinson.