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¿Un dragón sin fuego?

Aparicio Caicedo

analista del Gertrude Ryan Law Observatory

Aparicio Caicedo
colaborador del libro “China, el dragón rampante” (Thomson-Aranzadi 2007) y analista del Gertrude Ryan Law Observatory

El gigante oriental sigue firme en su paso por la senda del crecimiento. Sin relegarse al plano económico, y al igual que otras potencias, el mandarinato apuesta por la expansión de su capacidad militar. Washington observa con recelo este incierto proceso.

China es un singular desafío para los intereses de Estados Unidos porque se presenta, a diferencia de otros adversarios geopolíticos, como una potencia multidimensional, no sólo económica, sino también militar e ideológica. Por un lado, lejos del ejemplo de la antigua Unión Soviética, la cúpula comunista no ha sacrificado los indicadores macroeconómicos para convertirse en una potencia militar. Por otro, Pekín tampoco imita el estilo japonés y relega el ejército a un segundo plano, en pos de la prosperidad material. La tecnocracia china no ha descuidado ningún frente; no obstante, el incremento de su potencia bélica es una realidad que no puede ser subestimada.

A partir de 1997, el gobierno chino incluyó entre sus prioridades la industria de defensa, debido a que la manufactura militar de la República Popular adolecía de un severo retraso tecnológico. Casi diez años después, de acuerdo con un informe del Hudson Institute, las cosas han cambiado. Y mucho. Se ha abandonado el modelo soviético de gestión estatal por el paradigma norteamericano: el desarrollo de la industria armamentista recae en manos de empresas privadas que compiten entre sí por ofertar un menor precio y una mayor calidad.

El proceso de modernización china está en marcha. La cúpula comunista planea expandir su fuerza naval considerablemente. El número de submarinos chinos, por ejemplo, aumentará en ochenta y cinco unidades durante los próximos cinco años. Según analistas del think tank Heritage Foundation, en el 2025, el coloso chino podría llegar a superar ampliamente la flota subacuática norteamericana. Los expertos vaticinan una posible redistribución del balance de poder bélico en la zona del Pacífico.

Ante tantas evidencias, en febrero de 2005, saltaron las alarmas. Los halcones señalaron el incremento del 10% anual. Poco tranquilizantes resultaron en aquella ocasión las aclaraciones de Zhou Wenzhong, embajador chino en los Estados Unidos. El diplomático asiático dijo que su país no aspira a convertirse en una potencia militar, y apunta, como prueba de ello, que el presupuesto militar chino es de 36 mil millones de dólares, "apenas" un 6% del promedio anual de la inversión estadounidense destinada a defensa. Zhou ha señalado incluso que el alarmismo desatado por los militares norteamericanos sólo busca justificar nuevos contratos para su ambiciosa industria armamentista. De hecho, el Pentágono está acusando la amenaza china para justificar millonarios proyectos, entre los que se cuenta el diseño un nuevo bombardero, concebido para un eventual enfrentamiento en la costa asiática.

La cúpula militar americana no considera al dragón una amenaza inmediata. No obstante, el Tío Sam opta por la medicina preventiva. La Casa Blanca impulsa una estrategia de cerco preventivo, que mine el expansionismo regional. La táctica consiste en establecer un vallado geopolítico que rodee a China de potenciales enemigos: Japón, India y Taiwán; para evitar así que el titán oriental se torne agresivo. Además, el mando castrense norteamericano planea movilizar hacia el Pacífico -hasta el 2010- el 60% de su flota de submarinos, así como reforzar considerablemente su presencia en Guam. Por su parte, en marzo de 2007, China anunció nuevamente una subida del 17.8 por ciento en sus expensas bélicas. Muy expresiva fue la frase de Robert Zoellick, antiguo subsecretario de Estado norteamericano: "Muchos países quieren que China ascienda de manera pacífica, pero ninguno pretende arriesgar su futuro por ello".

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