Este artículo (que publicamos en tres fragmentos) ofrece varios ejemplos e invita al lector a que procure desarrollar un punto de vista propio sobre la cuestión tratada. Y empezamos por un poquito de Historia, maestra de vida. Si nos colocamos mentalmente en el ambiente descrito por Charles Dickens en «Cuento de Navidad», o en «Oliver Twist», podremos ver con la imaginación a niños harapientos trabajando como esclavos en las fábricas londinenses: había que comer, había que sobrevivir.
Y también podemos verlo en "Los Miserables", de Víctor Hugo. Allí y entonces se sostenía que hay que cumplir lo firmado, que lo firmado es fruto de un acuerdo: pacta sunt servanda. Los acuerdos hay que cumplirlos. El problema —visto desde aquí y desde hoy— es que un contrato laboral entre un patrón pudiente y un adolescente harapiento donde se acordase (ante testigos: ninguno de ambos sabría leer ni escribir en la mayoría de los casos) que la jornada laboral era de 14 horas diarias incluidos los sábados y que el salario sería suficiente para mal comer y peor vestir (= sobrevivir) NO es justo. Al menos así se lo parecía a estos escritores, cristianos y sensibles al sufrimiento de los más débiles. Porque el rapazuelo no asiente porque esté de acuerdo: el zagal acepta porque tiene hambre. No existe igualdad entre los dos contratantes: el patrón elige entre muchos al que menos dinero le pida; el proletario muy-mal-vende su fuerza de trabajo para comer (según el marxismo clásico).
Y esto que decimos del contrato laboral lo decimos también del préstamo realizado por Ebenezer Scrooge, el usurero egoísta del "Cuento de Navidad". Otro ejemplo de contrato entre particulares, que tampoco ocurre en un plano de igualdad.
De lo anterior los manuales de Derecho en nuestro país se hacen eco, y ya desde mitad del siglo XX (España lleva un cierto retraso respecto a la Europa más avanzada) es un lugar común: un contrato NO es justo porque se haya firmado, porque parezca existir consentimiento. A veces un contratante tiene una posición de privilegio, es más fuerte, impone sus condiciones, y el otro ha de plegarse, ha de consentirlas, sin poder cuestionarlas. En estos casos habrá que ver —dirán los juristas— si efectivamente el contrato es justo y lo firmado obliga. Habrá que analizar si existe un equilibrio entre las prestaciones a que cada parte se compromete. Un buen ejemplo sería la Ley de represión de Usura, o Ley Arcárate, de 1908, todavía en vigor.
Los ejemplos que he expuesto, por herir nuestra sensibilidad, nos enseñan el blanco y el negro, nos muestran la realidad caricaturizada, exagerada. Algún lector dirá: –"Sí, de acuerdo. Pero también hay pactos justos suscritos entre "iguales". Dos empresas de parecida importancia acuerdan una compraventa… y habrá que cumplirla. ¡Si no, volveríamos a la Edad de Piedra!". Y respondemos: —"Por supuesto. Tiene usted toda la razón. Y por ello habrá que ver, habrá que analizar, tendremos que estudiar el caso concreto". Y aquí llegamos a la almendra de este comentario. ¿Qué está pasando respecto a este extremo en la mayoría de nuestros Juzgados y Audiencias en Galicia?
Caso 1: Banco malvado vende preferentes (producto bancario muy complejo en su letra pequeña) a una pobre ancianita, casi ciega, desamparada, que tenía tres mil euros por toda fortuna en una libreta de ahorro, y el Banco, perverso, le sugirió las preferentes. ¿A que el lector sabe quién gana este partido, y por goleada?. ¡Muy bien!. Así es: la ancianita gana el partido siete-cero. Y aquí el Juzgado dedica ocho o diez páginas (que tiene ya estudiadas y redactadas) con cita abundante de sentencias, reales decretos, leyes, sentencias extranjeras, normativa europea; y citará al Banco de España, la Comisión nacional del mercado de valores y otras instituciones y reglas. No hacía falta tantísima fundamentación jurídica. Pero el caso ha tocado el botón justiciero de la sensibilidad del juez. Y dicho resorte salta feroz. La extensión e intensión con que las Sentencias fustigan al Banco y amparan a la anciana son notorias.
Caso 2: Pepe Gotera y Otilio, cuñados, montan en 1995 una sociedad limitada. Les dicen en la gestoría que es mejor. No saben distinguir demanda de denuncia ni tampoco lo que es un interés compuesto. Trabajan mucho en la construcción, en los años locos (hasta el 2007) y llegan a ganar, hasta 2500 € cada uno, "limpios", al mes, metiendo muchas horas-extra. Firmaron lo que un Banco les puso por delante, estamparon su firma en un recuadro que el empleado del Banco les señaló con una "x". Firmaron un contrato de línea de crédito, sus copias, un seguro, sus copias, una apertura de cuenta corriente, sus copias, y también un contrato para que pudieran manejar sus cuentas a través de Internet, y sus copias (nunca usaron Internet: iban a ver a Toño, el del Banco). Firmaron un montón de papeles en un minuto y no leyeron nada de la pequeñisima letra de las páginas del contrato: firmaron de pie, en una fila dentro de la oficina bancaria, en el mostrador, y tenían detrás de ellos a otros ocho clientes esperando. Pasan unos años. Todo se tuerce, tenían casi todos los huevos puestos en la misma cesta, la Constructora para la que trabajan les deja una deuda formidable y… el Banco comienza una ejecución judicial contra la mercantil "Pepe Gotera y Otilio, S.L." porque esta mercantil no paga religiosamente. ¿Cree el lector que esta sociedad limitada será escuchada por el Juzgado? Pues, aunque le enfade y su sentido de la justicia quede pisoteado, debemos indicarle al lector que en demasiados casos el Juzgado echará balones fuera, y no querrá analizar el contrato bajo un prisma tuitivo. El Juzgado se quitará trabajo de encima indicando que es una sociedad limitada y que el contrato, básicamente, se produce entre iguales. Y que por eso vale, y hay que cumplirlo. Por supuesto, el juzgado se parapeta en tres o cuatro largos párrafos, en página y media, con cita de sentencias, reales decretos, leyes españolas y normativa europea que, en esencia, pretende disimular lo importante: "Pepe Gotera y Otilio, S.L." son una sociedad limitada, sí, pero infinitamente más pequeña y débil que el Banco. Ni Pepe ni Otilio, casi ágrafos, entendieron nada de lo que firmaban. Esta sociedad limitada merecería la misma protección que se otorga a un consumidor particular, a una persona física sin especiales conocimientos, y a veces así ocurre. Pero, por desgracia, muchas veces no. Más adelante ofrecemos detalle de esta cuestión. Bastantes veces, el Juzgado se quita el trabajo de analizar la abusividad de las cláusulas de encima con un sólo párrafo.
Caso 3: Supongamos que un atleta español de prestigio internacional, varias veces campeón del mundo (imaginemos, en piragüismo extremo, de estos que salvan cascadas, remontan corrientes y saltos, rápidos, etc.), pide un préstamo para adquirir un turismo más grande y potente, con su remolque, para llevar y traer embarcaciones y toda la impedimenta (varias canoas, chalecos salvavidas, arneses, guantes, trajes de neopreno, cascos, gafas, escarpines… todo lo que pueda resultar necesario), a fin de dar clase de kayak o de piragüísmo. Este atleta utiliza todos estos bienes directamente (porque él mismo entrena con varios preparadores, cambiando de canoa según lo que esté entrenando cada vez, o porque enseña a sus hijos, o porque presta estos bienes a parientes y a amigos), pero también para uso empresarial (da clases a terceros, actúa en el tráfico como empresario individual). Este atleta crea "Nova Piragua, S.L." porque le recomiendan en el propio Banco que, de cara al futuro, no le conviene, por razones fiscales, tener en un mismo saco los inmuebles que va a recibir de sus padres vía herencia junto con sus ingresos por publicidad, por su actividad deportiva o por su actividad dando clases de piragüísmo. Esta ambivalencia nos sitúa ante el problema jurídico al que me refiero en este artículo. Este hombre de unos cuarenta años, padre de familia, cuando pide un préstamo al Banco… ¿es empresario, comerciante individual de los del código de comercio del siglo XIX? ¿es un autónomo que presta servicios enseñando piragüismo? En este caso lo reputaremos perverso empresario, o también repugnante explotador. Y será maltratado por los juzgados y tribunales, marginado, desamparado. No leerán sus argumentos ni tendrán en cuenta sus razones. Ni siquiera lo escucharán. ¿O es un atleta entrenando, un padre de familia que con medios propios hace deporte con sus hijos? En este caso lo llamaremos santa persona física, bendito consumidor final, particular inocente. Y gozará de la protección de los jueces y tribunales, atenderán sus razones, escucharán sus argumentos, estimarán sus peticiones. ¿Lo que acabo de decir les parece a ustedes exagerado? ¿Creen que estamos haciendo demagogia? ¿O lo reputan una licencia estilística, un modo de llamar su atención caricaturizando la realidad? Pues antes de que vayan forjando una opinión al respecto, tengan paciencia y síganme un poco más: sólo dos ejemplos más.
Caso 4: Don Torcuato Stuart Pérez-Martínez de las Altas Torres y Mirlo Blanco, Notario de provincia mediterránea en los años noventa, y que declaraba a Hacienda en su IRPF sólo la cantidad de 400.000 €/año (cifra astronómica en pesetas), decide pedir un préstamo de 1 millón de euros para ampliar la cocina de su chalé en la sierra. Este señor, experto en Derecho civil y mercantil, firmante a diario de entre cuarenta y cincuenta compraventas de inmuebles e hipotecas, conocedor hasta el ápice de los matices y sutilezas de la normativa protectora del consumidor, cuando detecta un problema con su Banco, por ejemplo, de "cláusula-suelo", o de "vencimiento anticipado", resulta que es consumidor: no puede dudarse que es él y su familia quienes adquieren, utilizan o disfrutan, como destinatarios finales, esos bienes, productos o servicios (la nueva cocina de lujo). Demos un paso más: cuando Cristiano Ronaldo y Messi se compran su tercer Porsche, o su segundo Maserati, o su cuarto chalé de lujo en no sé qué isla, ¿también son para el Derecho español consumidores finales con toda la protección que esto les otorga sin que se tenga en cuenta el carácter notoriamente suntuario de dichas adquisiciones? Nuestra respuesta, un "sí" categórico, aunque el lector se enfurezca contra la aplicación acrítica de las normas.
Caso 5 y último: Tano (Salustiano), el pocero de un pueblecito de provincias, tras decenios limpiando con sus manos pozas sépticas, desatacando aguas negras, raleando conducciones fecales, crea para sus hijos "Saneamientos Tano, S.L.", y continúa haciendo exactamente lo mismo: ahora cuenta con herramientas neumáticas, motores de campaña, camión cisterna… y varios empleados (sus dos hijos, su yerno, y un cuñado). Ahora es todo un empresario. Y, por supuesto, cuando acude al Banco, todo sigue igual: Tano estampa su firma lentamente, ceremoniosamente, porque con dificultad coge un bolígrafo, y apenas sabe escribir su nombre. No dejará que un sobrino suyo, estudiado, venga a decirle qué tiene que firmar y qué no. —"¡A tu tío le vas a enseñar tú, que te limpié los mocos! ¡Quiá!". Si una pequeña bomba para desatascar cañerías, al manipularla en casa, le estalla en la cara y lo deja tuerto, ¿hay que protegerlo porque es consumidor? ¿Hay que ignorarlo y desampararlo porque actuaba con propósito y dentro de su actividad empresarial o profesional?
Lo mismo nos preguntamos respecto a la botella de gaseosa en mal estado, que revienta y deja tuerto a quien iba a abrirla. ¿Si Paco, el del Restaurante, queda tuerto en su casa debemos protegerlo? ¿Si Paco tiene un restaurante de carretera y está sirviendo una mesa, entonces no lo protegemos porque es comerciante o empresario? ¿Y lo que decimos aquí para algo que físicamente estalla en la cara, cuando no debería ocurrir, acaso no vale para un contrato bancario en el que el prestatario jamás pensó que el euribor bajaría tanto y se encuentra con que una cláusula-suelo le estalla figuradamente en su economía mensual?
M. Kaser, famoso profesor alemán de Derecho Romano, decía, emulando el Evangelio según S. Juan: "En el principio era el caso". Los juristas no están, sobre todo, para preguntarse por la causa de la causa de la vaca. Sino para ayudar a decidir de quién es la vaca. Y, si de verdad servimos intereses prácticos y resolvemos problemas reales (y queremos hacerlo con rigor científico y axiológico, con técnica de calidad y ética noble = finura de juicio) entonces está bien el conocer la realidad (los ejemplos expuestos) para, sobre ellos, razonar. No empecemos en los conceptos, ni en las teorías. Repetimos: "En el principio era el caso". Hemos empezado por los casos.