
La excepcionalidad de la suspensión de la pena por enfermedad.
No es objeto de la presente entrar a valorar el acierto o no de la potestad discrecional que implica suspender la pena de prisión de quien sufre determinadas enfermedades o está incurso en tratamientos médicos que posibilitan que la prisión no se lleve a efecto, con independencia de la condición, cargo o puesto que haya tenido la persona aquejada por la misma, sino que lo que interesa es reseñar los elementos configuradores de la naturaleza jurídica esta figura.
Una de las consecuencias más dolorosas de la pena de prisión no es solo la pérdida de la libertad inherente de quien la sufre, sino, también, la limitación de otra serie de derechos como consecuencia de estar vinculado a una comunidad penitenciaria de una forma especialmente estrecha. Esta dependencia o, mejor dicho, subordinación le garantiza, del mismo modo, seguir siendo titular de los derechos que no se vean afectados por la condena, de tal manera que su derecho a la vida, a la salud y a la integridad física y psíquica, así como su dignidad, permanezcan incólumes a pesar de que una sentencia le castigue a una pena de prisión, con independencia de su extensión y de la gravedad del delito. Con esa finalidad, la de salvaguardar su vida, el art. 80.4 del Código Penal concede a las autoridades sentenciadoras la potestad de «otorgar la suspensión de cualquier pena impuesta sin sujeción de requisito alguno en el caso de que el penado esté quejado de una enfermedad muy grave con padecimientos incurables».
La suspensión de la pena de prisión conlleva que, durante el plazo señalado por la autoridad judicial, su ejecución no se lleve a efecto cuando esta no sea necesaria para evitar la reiteración delictiva; es decir, cuando de la misma no quepa esperar una finalidad preventivo-especial. Sin embargo, puede darse la situación que, a pesar de que esta pudiera tener un sentido utilitario, su cumplimiento cause más perjuicios que beneficios al estado de salud de quien la ha de cumplir. El padecimiento de una enfermedad puede justificar la falta de idoneidad de la pena en tanto que, en una ponderación equilibrada entre el derecho a la vida del penado y el derecho de la sociedad a su seguridad, la salud se vea intensamente perjudicada por el ingreso en prisión y el sentido humanitario del derecho admite, en ese caso, que esta persona no se vea privada de libertad; con otras palabras lo ha reconocido, desde luego, nuestro Tribunal Constitucional al declarar que «la puesta en libertad condicional de quienes padezcan una enfermedad muy grave y además incurable tiene su fundamento en el riesgo cierto que para su vida y su integridad física, su salud, en su suma, pueda suponer la permanencia en el recinto carcelario» (STC nº 48/1996, de 25 de marzo, FJ2º). La jurisprudencia ha descartado su naturaleza de medida de gracia humanitaria, al no competer su decisión al Gobierno, sino que se trata de la adopción de una solución político-penitenciaria para cuando la enfermedad reduce a mínimos la eficacia de la sanción penal.
El supuesto habilitante: enfermedad muy grave con padecimientos incurables.
Son dos los requisitos que se recogen en el precepto del art. 80.4 CP: debe de tratarse de una enfermedad muy grave; y debe ser de imposible curación. Mientras que en tiempos pretéritos se exigía que la enfermedad estuviera en estado terminal, la STC nº 48/1996 rebajó la exigencia a que la reclusión incidiera desfavorablemente en la vida del interno para su inejecución, por conllevar un padecimiento inhumano o trato degradante. Debe descartarse una interpretación restrictiva que asemeje la patología con una enfermedad agónica o próxima a la situación de muerte. Lo que el art. 80.4 CP pretende es evitar que el sufrimiento inherente a la enfermedad se vea acrecentado por el cumplimiento de la pena, de modo que suponga para el penado un
dolor excesivo, sin que se aprecie la concurrencia de este en los casos en que se encuentre incurso en un proceso depresivo (AAP de Castellón, Sec. 1ª, nº 52/2005, de 11 de febrero) o en los casos de síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA) que se encuentren bajo control. Lo relevante para la pena ejecución no es su existencia, sino sus efectos.
Además, teniendo en cuenta que en los establecimientos se disponen de servicios médicos para velar por las personas internas, la suspensión solo es posible cuando no se le puede suministrar asistencia y tratamiento en prisión o cuando su dispensación dentro del recinto carcelario compromete la recuperación de la misma (SAP de Guadalajara, Sec. 1ª, nº 2/2021, de 14 de enero, FJ2º). Si la mejoría tiene escasos visos de éxito, tanto dentro como fuera de prisión, el sentido humanitario puede inclinar la balanza a que la recuperación se lleve a cabo en el domicilio, en supuestos de situaciones de dependencia o movilidad reducida (ASPAN, Sec. 3ª, nº 217/2021, de 15 de junio). Lo ciertamente determinante es que el medio carcelario incida negativamente en la evolución de la enfermedad, de tal suerte que si el tratamiento farmacológico o las actividades de su vida diaria pueden llevarse a cabo en prisión sin riesgo de deterioro, no se cumplirán los requisitos del art. 80.4 CP, dado que el cuidado de su enfermedad por los servicios médicos le asegura una vida autónoma en prisión, con los correspondientes controles sanitarios (AAP de León, Sec. 3ª, nº 140/2022, de 9 febrero, FJ3º). Por el contrario, con mayor contundencia se deberá de rechazar esta suspensión cuando con el cumplimiento de la misma se asegure el acceso a las prestaciones del sistema sanitario, como por ejemplo ocurre en el caso de algunos internos extracomunitarios sin recursos que pretendan el retorno a su país de origen (SAP de Madrid, Sec. 2ª, nº 437/2006, de 15 de diciembre, FJ1º).
Para mayor claridad, unos criterios generales que siguen los órganos judiciales son los siguientes (entre otras, AAP de Cádiz, Sec. 3ª, nº 516/2019, de 14 de noviembre):
1.- No es preciso que exista un peligro de muerte inminente e inmediato, pero no basta cualquier dolencia irreversible.
2.- No podrá cuestionarse la gravedad de la enfermedad si la permanencia en prisión implica un riesgo para la vida e integridad física del penado, es decir, si la privación de libertad incide desfavorablemente en la ejecución de su enfermedad.
3.- Debe tratarse de una enfermedad incurable que suponga importantes limitaciones de las facultades físicas del sujeto.
4.- Estado de salud del interno que no le permita participar en las actividades del centro penitenciario para alcanzar el objetivo de la reinserción y reeducación.
El límite negativo: la peligrosidad criminal.
La protección de la sociedad impone una barrera a esta suspensión. Si, a pesar de la existencia de la enfermedad, la peligrosidad del sujeto sigue siendo relevante no procederá su concesión. La patología debe de suponer una merma de la capacidad de delinquir por parte del sujeto, en tanto que la enfermedad no puede servir de excusa al cumplimiento de la pena, si la misma se ignoraba en el momento de reincidir en una conducta delictiva (AAP de Madrid, Sec. 5ª, nº 148/2001, de 25 de enero, FFJJ2º y 3º). La jurisprudencia menor niega la suspensión a personas que, pese a tener una enfermedad grave e incurable, cometieron el delito sufriendo la enfermedad a la que posteriormente se acogen para fundamentar la ineficacia de su cumplimiento (AAP de Guipúzcoa, Sec. 1ª, nº 30/2006, de 23 de febrero, FJ6º). De este modo,
la enfermedad debe de traducirse en una afectación a la peligrosidad del sujeto (AP de Cáceres, Sec. 2ª, núm. 127/2019, de 1 de marzo, FJ3º).
En tal sentido debe interpretarse la segunda parte del precepto, cuando niega la suspensión si «en el momento de la comisión del delito tuviera ya otra pena suspendida por el mismo motivo». Se trata de una regla lógica cuya operatividad implica que si la persona condenada ya tenía una pena anterior suspendida por el mismo motivo es porque esa enfermedad ya prexistía en una actividad delictiva anterior, por lo que, no siendo esta obstáculo para la reincidencia delictiva, tampoco lo será para que ingrese en prisión a cumplir la pena que, por sentido retributivo y preventivo, le correspondería.
Otras figuras que velan por la humanidad en los sistemas de ejecución.
En caso de denegación de la suspensión por parte de órgano judicial sentenciador no se agotan las herramientas que el ordenamiento jurídico prevé para lograr que se evite la estancia en prisión. Compartiendo la misma finalidad humanitaria, existen otras medidas para lograr resultados jurídicamente similares. En este sentido, el art. 91.1 CP prevé la posibilidad de que se eleve el expediente de libertad condicional al juzgado de vigilancia penitenciaria, sin esperar plazo mínimo para ello, cuando la persona penada sufra una enfermedad muy grave con padecimientos incurables. A diferencia de la suspensión, digamos ordinaria, la libertad condicional, desde 2015, como forma de suspensión, la otorga el juez de vigilancia, previa intervención en la propuesta de la Administración penitenciaria. Mientras que una corresponde otorgarla a la autoridad sentenciadora, la otra la otorga la autoridad garante de los derechos de los internos. También, se diferencian entre ambas modalidades en que para la elevación del expediente de libertad condicional es requisito necesario la previa clasificación en tercer grado de tratamiento, ya sea porque se ha accedido a tal condición por una progresión en el tratamiento o por la vía instrumental que el art. 104.4 del Reglamento Penitenciario articula para estos supuestos.
Con independencia del mecanismo aplicable en función del estado en que se encuentre la pena, lo que está claro, a pesar de que pueda quedar relegado a un segundo plano, es que la persona debe presentar un pronóstico de escasa peligrosidad criminal. No solo es necesaria la concurrencia de la enfermedad sino que, claramente, esta debe anular o, al menos, mitigar la probabilidad de comisión de un posterior delito.