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20/04/2024. 01:53:17

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Conclusiones provisionales sobre las conclusiones

Al buen abogado se le define con una fórmula sencilla. Se dice de él que tiene oficio. Es una definición prodigiosa, pues sirve por sí sola para disipar, en un solo instante, cualquier duda acerca de la valía profesional del letrado. Poco importa cuál sea el caudal de los conocimientos teóricos del abogado. Nada importan, en realidad, las mayores o menores glorias de su curriculum vitae. El que tiene oficio lo tiene prácticamente todo: tiene experiencia acumulada y ese poso de prudencia que le da sentido común a todo lo que toca (y, en su caso, a lo que no toca porque es “mejor no meneallo”). Tener oficio es, pues, algo así como el fin o la culminación de nuestro oficio.

Un abogado feliz chocando a otro

Evidentemente, ni el oficio se tiene nunca del todo ni es posible desvelar con precisión en qué consiste. Pero una cosa es que exista un ideal inalcanzable o de difícil concreción, y otra cosa es que, con la mirada atenta, no podamos ir aprendiendo de los aciertos y errores, tanto propios como ajenos.

Fijémonos hoy, por ejemplo, en el acto de juicio del procedimiento ordinario de la Ley de Enjuiciamiento Civil. Y, más en concreto, en el trámite de conclusiones al que se refiere su artículo 433.2. Siempre me ha parecido que de cada juicio oral pueden obtenerse enseñanzas claras sobre el modo en que hemos actuado. Disponer del vídeo de un juicio es un instrumento perfecto para someter a crítica la propia práctica profesional, que es siempre imperfecta (y, justamente por eso, perfectible). Y siempre me ha parecido también que muy pocas veces nos paramos a reconsiderar nuestra actuación en estrados.

Corremos el riesgo de enfermar de inercia. La inercia de lo que, aunque sea regularmente, funciona. Es fácil anquilosarse, quedarse en la modorra de las formas de decir que ya tenemos más o menos probadas. Cuesta innovar y, acaso por pereza mental -y seguro que por las prisas, que tanto nos limitan-, es difícil cambiar las estrategias orales, los modos de argumentar, el tipo de discurso con el que se pretende persuadir al tribunal.

No estará de más, pues, que saquemos unas conclusiones sobre las conclusiones. Aunque  por naturaleza son provisionales, las que yo ofrezco son las  siguientes:

  1. Antes de construir, prepara el solar.
    No es extraño que, después de una profusa fase de alegaciones (demanda, contestación, reconvención, etc.), se llegue al acto del juicio con una perfecta desfiguración de qué es lo que en realidad se discute. Los hechos litigiosos se han  multiplicado, las pretensiones comienzan a no ser reconocibles y las pruebas documentales pueden haber ocasionado serios estragos en la claridad del procedimiento. Las cuestiones de derecho pueden haberse entremezclado peligrosamente con las de hecho. La jurisprudencia quizá sea ya una maraña, y puede incluso que estén merodeando algunas cuestiones alambicadas de derecho transitorio.
    En esta tesitura, lo más práctico será que, como primera medida, separemos el grano de la paja. Llamemos a lo accesorio por su nombre, apartémoslo expresamente de la discusión y centremos la atención del Juzgador en lo principal. Y, cuando el solar esté preparado -tras haber realizado esa especie de replanteo argumental-, comencemos a construir.
  2. Antes de levantar las paredes, muéstranos tu proyecto.
    Mi convencimiento y experiencia es que el orden persuade, que la claridad expositiva tiene premio. Es como si el orden mental del que habla se hiciera también orden en el que escucha. Y, para eso, nada mejor que mostrar, desde el principio, qué orden se pretende seguir. Será algo como así como enseñar el plano de lo que va a construirse. Sin mucho detalle pero al completo.
    Se suele decir que en un buen discurso hay que seguir tres pasos: i) anunciar lo que se va a decir; ii) decir lo que se quiere decir, y iii) resumir lo que se ha dicho. Nosotros estaríamos aún en el primer paso: adelantar expresamente lo que se va a decir. Mostrar nuestro proyecto constructivo.
  3. Levanta primero las paredes maestras.
    En todo debate, el mayor riesgo es perder el norte y acabar discutiendo sobre lo irrelevante. Las cuestiones bizantinas no debieran interesar al abogados procesalista (como no sea para, si se tercia y en muy contadas ocasiones, reducir la tensión del discurso). Se trata de ir siempre a lo fundamental, sin titubeos ni rodeos innecesarios (esos rodeos, por lo general, hacen que el camino se pierda).
    De modo que comencemos siempre por las paredes maestras, que son las ideas-madre de la tesis que estamos sosteniendo. Sin esas ideas, nuestro hilo argumental se derrumbará irremediablemente. Volvamos una y otra vez a esas ideas claras y distintas (en este punto puede ser sano el cartesianismo).
  4. Sigue tu proyecto: no construyas la casa del vecino.
    Es patético -y, a veces, hasta cómico- ver cómo el demandado ha arrastrado a la parte actora a su terreno. El demandante ya no controla el debate, porque ha sido el demandado el que, con sabiduría -¡con oficio!-, ha puesto el carril por el que el litigio discurre; carril que, tal vez sin advertirlo, el actor sigue sumisamente.
    Nuestra argumentación tiene que ser la propia, libre de las adherencias que la parte contraria se empeñe en colocarle. Es cierto que han de rebatirse los argumentos de oposición que la contraparte esgrima. Pero también es cierto que esa oposición, sobre todo si versa acerca de un aspecto accesorio, no es todo el debate, máxime cuando (y esto sucede a menudo) la parte contraria no aporta más que afirmaciones retóricas. No entres ahí. Sal de esa trampa. No construyas la casa del vecino; céntrate en la tuya y en el segundo paso del discurso: di lo que tú quieras decir, no lo que quieren que digas.
  5. Finaliza tu proyecto: remata y entrega la obra.
    Si hemos mostrado bien las partes de nuestro discurso (es decir, nuestro proyecto de edificación) y hemos logrado que nuestra atención no se haya dispersado en otras cosas, estamos ya en disposición de rematar las conclusiones. Es la hora de resumir lo que se ha dicho, tal vez con un mínimo adorno dialéctico (es lógico que el discurso se haga in crescendo) y con la reiteración de las tres o cuatro ideas básicas de lo argumentado. Es el tercer paso: resumir lo que se ha dicho. Se trata de cerrar el círculo, de generar en el oyente esa sensación nítida – y tan agradable- que hace que un discurso se califique como redondo.
  6. Recuerda siempre los buenos consejos de los abogados de raza, de los oradores con oficio. Y, en particular, ten presente lo que recomendaba Ossorio cuando, al desvelar el alma de la toga, nos decía que "el secreto está en viajar por la llanura, quitar los tropiezos del camino y, de vez en cuando, provocar una sonrisa".

Formula, pues, tus propias conclusiones sobre el modo en que concluyes. Y revisa de tiempo en tiempo esas conclusiones, que a la fuerza habrán de ser provisionales. Para elevarlas "a definitivas" hay que tener aún más oficio.

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