La convivencia ordenada y pacífica en los centros penitenciarios se conforma como “el pilar” sobre el que se sustenta el “edificio” de nuestro modelo penitenciario de ejecución penal, que recibe el nombre de “individualización científica”, que le asigna el artículo 72.1 de la Ley penitenciaria. Y es que sin “paz carcelaria” no puede haber “intervención penitenciaria”. Un modelo penitenciario donde no exista una convivencia pacífica y ordenada, controlada por el personal penitenciario es un modelo de ejecución penal, que no puede cumplir los estándares reinsertadores mínimos de las personas privadas de libertad, exigidos al máximo nivel normativo en el artículo 25.2 de la Constitución.
El espacio físico dende se posibilita el cumplimiento de la condena con ese objetivo prioritario resocializador del interno a través del “tratamiento penitenciario” lo conforman los Centros penitenciarios, que ya hace mucho tiempo dejaron de ser un mero soporte físico, como así lo fueron hasta finales del siglo XVIII, donde la cárcel, solamente, cumplía una mera función punitivo-custodial. Es a finales de este referido siglo XVIII, cuando el lugar de ejecución de la pena privativa de libertad adquiere una función diferente, al convertirse en el propio factor punitivo, pues pasa a darse una equivalencia entre el espacio físico y la propia pena. Es el propio edificio, la propia prisión, la que se convierte en condena, desde el momento en el que el castigo impuesto al autor de un hecho delictivo consiste en permanecer separado de la sociedad un tiempo, en un espacio físico determinado; siendo esta privación de libertad el propio castigo, dando por finalizados los castigos inhumanos y degradantes existentes hasta ese momento (ejecuciones, castigos físicos, trabajos forzados, pena de galeras etc.).
Esto conlleva, necesariamente, una transformación importante de ese espacio físico, pues las cárceles dejan de ser “mazmorras insalubres” para convertirse en lugares “posibilitadores” para que la pena privativa de libertad pueda llegar a cumplir con ese objetivo prioritario asignado a la misma -el objetivo resocializador-, dando lugar a una nueva arquitectura penitenciaria, que ha ido pareja al objetivo resocializador de la pena privativa de libertad, al disponer los Centros penitenciarios de espacios que facilitan unas condiciones de habitabilidad dignas de la condición humana y, que responden a la doble función de lugar de custodia y espacio favorecedor de la rehabilitación. De esta forma, podemos afirmar, que nuestros Centros penitenciarios están diseñados para ser instrumentos eficaces para la reinserción de los internos; es así como la cárcel pierde su exclusiva función punitivo-custodial y se transforma en un marco de tratamiento orientado a la búsqueda del escenario más propicio para llevar a cabo los fines del cumplimiento de la pena privativa de libertad, la retención del interno como premisa y la reeducación y reinserción social como meta.
Este marco de tratamiento en el que se ha convertido la prisión implica un “escenario conductual” de convivencia pacífica y ordenada, donde entran en juego dos elementos, por una parte, un nivel de implicación del individuo en los problemas concretos de este “escenario conductual” y, por otra, un nivel de integración grupal.
Para el logro de estos dos niveles de implicación e integración, el interno dispone de una serie de medios que posibilitarían esa “convivencia ordenada”, teniendo muy en cuenta, que las cárceles son un espacio muy propicio para el conflicto, puesto que los que se hallan en ellas lo están a la fuerza, obligados a convivir en unas condiciones donde prima la “ley del más fuerte”, bajo un modelo de convivencia conocido como “subcultura carcelaria”, que se caracteriza por compartirse unos códigos de conducta, que nada tienen que ver con los que son comunes en una modelo de convivencia libre.
Y es que la cárcel es una de las Instituciones donde el conflicto interpersonal suele estar más latente, por varias razones, entre las que podemos apuntar: la falta de espacio propio para la intimidad, la tensión de estar recluido a la fuerza, la pérdida de la capacidad de decisión propia; a lo que habría que añadir los conflictos que se derivan de las adicciones, que surgen por los consumos de estupefacientes entre los reclusos, los conflictos por los robos de pertenencias entre ellos, o por deudas no satisfechas.
Estas situaciones de conflicto latente en el mundo carcelario provocan altos niveles de tensión entre las personas recluidas, que en muchas ocasiones se resuelven, inevitablemente, de forma violenta, con el objetivo de poder sobrevivir en un mundo tan hostil como lo es el medio penitenciario, siendo precisamente, un objetivo del tratamiento penitenciario, la necesidad de implantar en los centros penitenciarios una progresiva homologación del “escenario conductual» de la sociedad exterior, objetivo que se pretende hacer realidad con los denominados “Módulos de Respeto”, que existen en todos los Centros penitenciarios, como espacios presididos por una filosofía orientada a la participación de los internos, que posibilita la eficacia de su rehabilitación social, compartiendo unos modelos de conducta semejantes al mundo libre, que no están basados, ni en la despersonalización ni en la sumisión. Y es que el ambiente de reclusión, aunque pueda parecer como muy complicado para una convivencia ordenada y pacífica, desde una perspectiva del tratamiento, no deja de ser un espacio propicio para la modificación de la conducta del individuo, al ser un ambiente controlado y en el que se pueden regular las contingencias del castigo y del refuerzo.
Este control lo ejerce la Administración penitenciaria sancionando las conductas contrarias a la convivencia ordenada en los centros penitenciarios a través del régimen disciplinario como mecanismo represivo y, al mismo tiempo, llevando a cabo estrategias preventivas mediante un sistema de obtención de beneficios penitenciarios y de pérdida de los mismos para los internos por mala conducta, siendo, sin duda, este régimen disciplinario un instrumento útil para garantizar una convivencia ordenada en los centros penitenciarios, debiendo estar regido por el principio de “oportunidad”, tanto en la determinación de las infracciones disciplinarias, tomando por base, exclusivamente, aquellas conductas que, estrictamente, afecten a la ordenada convivencia de los establecimientos penitenciarios, como en la imposición de las sanciones, que deben de ir encaminadas aestimular el sentido de responsabilidad del interno y su capacidad de autocontrol, como presupuestos necesarios para la realización de los fines de la actividad penitenciaria, en los términos establecidos en el artículo 231.1 del Reglamento penitenciario, cuando expresamente señala que “El régimen disciplinario de los reclusos estará dirigido a garantizar la seguridad y el buen orden regimental y a conseguir una convivencia ordenada, de manera que se estimule el sentido de responsabilidad y la capacidad de autocontrol, como presupuestos necesarios para la realización de los fines de la actividad penitenciaria”.
De esta forma, la normativa penitenciaria otorga al régimen disciplinario de los reclusos una finalidad resocializadora. En efecto, si lo que la ejecución de la privación de libertad debe conseguir, por estar orientada hacia ello, es la resocialización del recluso -art.25.2 CE- y para ello es necesaria la ordenada convivencia en el centro penitenciario, es evidente que el régimen disciplinario, por criterio de “oportunidad” debe entrar en funcionamiento sólo y cuando sea absolutamente imprescindible para el mantenimiento del orden, sin que en modo alguno pueda ir más allá de esta limitación o principio de intervención mínima. La única forma de compaginar régimen disciplinario y resocialización es evitar, por un lado, la sanción siempre que ésta no sea imprescindible y, por otro, no olvidar la función pedagógica de la medida disciplinaria; consiguientemente se utilizarán la educación y la terapia como medidas correctivas, no el castigo.
En este contexto, la manifestación más evidente del principio de “oportunidad” en la aplicación del régimen disciplinario de los reclusos es la posibilidad de resolver los conflictos entre ellos a través de la “mediación penitenciaria”, como método que consiste en poner al servicio de las personas privadas de libertad, la posibilidad de resolver sus diferencias interpersonales de manera dialogada a través del respeto, la escucha del otro y la responsabilidad por la propia implicación.
Es la mediación penitenciaria, sin duda, una “herramienta de paz” de enorme importancia en los centros penitenciarios. Este método de la “mediación” para la resolución de conflictos interpersonales entre los reclusos, que alteren la necesaria “paz carcelaria” tiene muchas ventajas, entre ellas: ayuda a una mejor convivencia de los internos en los centros penitenciarios, pues reduce el número de incidentes, la intensidad de los mismos y la reincidencia en las infracciones, así como las intervenciones administrativas y judiciales y, a su vez, es provechoso para la persona privada de libertad al mejorar sus habilidades y destrezas personales, reducir sus niveles de ansiedad y tensión, mejorar su autoestima y aumentar su autonomía personal, ya que facilita la adquisición de habilidades y recursos personales. A estos beneficios de la mediación penitenciaria para la persona del recluso, podemos añadir, también, un posible beneficio regimental para el Centro penitenciario, que ve reducida la conflictividad a través de este mecanismo conciliador de la mediación.