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19/04/2024. 09:17:34

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¿Exigimos demasiado a los internos en centros penitenciarios?

Jurista de Instituciones Penitenciarias

Psicólogo II.PP

Creemos que sí, en un sentido concreto que excede el objeto de nuestra actividad. Para explicarlo, acudimos a la LOGP. De acuerdo con el art.63 de dicho texto legal, “para la individualización del tratamiento, tras la adecuada observación de cada penado, se realizará su clasificación, destinándose al establecimiento cuyo régimen sea más adecuado al tratamiento que se le haya señalado, y, en su caso, al grupo o sección más idóneo dentro de aquél. La clasificación debe tomar en cuenta no sólo la personalidad y el historial individual, familiar, social y delictivo del interno, sino también la duración de la pena y medidas penales en su caso, el medio a que probablemente retornará y los recursos, facilidades y dificultades existentes en cada caso y momento para el buen éxito del tratamiento”. A su vez, completando el anterior, el art.64 determina que la “observación de los preventivos se limitará a recoger la mayor información posible sobre cada uno de ellos a través de datos documentales y de entrevistas, y mediante la observación directa del comportamiento, estableciendo sobre estas bases la separación o clasificación interior en grupos a que hace referencia el artículo 16, y todo ello en cuanto sea compatible con la presunción de inocencia. 2. Una vez recaída sentencia condenatoria, se completará la información anterior con un estudio científico de la personalidad del observado, formulando en base a dichos estudios e informaciones una determinación del tipo criminológico, un diagnóstico de capacidad criminal y de adaptabilidad social y la propuesta razonada de grado de tratamiento y de destino al tipo de establecimiento que corresponda”.

En este contexto de observación y clasificación de las personas privadas de libertad, nos interesa especialmente el art.65 de la LOGP cuando determina que “1. La evolución en el tratamiento determinará una nueva clasificación del interno, con la consiguiente propuesta de traslado al establecimiento del régimen que corresponda, o, dentro del mismo, el pase de una sección a otra de diferente régimen. 2. La progresión en el tratamiento dependerá de la modificación de aquellos sectores o rasgos de la personalidad directamente relacionados con la actividad delictiva; se manifestará en la conducta global del interno y entrañará un acrecentamiento de la confianza depositada en el mismo y la atribución de responsabilidades, cada vez más importantes, que implicarán una mayor libertad. 3. La regresión de grado procederá cuando se aprecie en el interno, en relación al tratamiento, una evolución desfavorable de su personalidad. 4. Cada seis meses como máximo, los internos deberán ser estudiados individualmente para reconsiderar su anterior clasificación, tomándose la decisión que corresponda, que deberá ser notificada al interesado. Cuando un mismo equipo reitere por segunda vez la calificación de primer grado, el interno podrá solicitar que su próxima propuesta de clasificación se haga en la Central de Observación. El mismo derecho le corresponderá cuando, encontrándose en segundo grado y concurriendo la misma circunstancia, haya alcanzado la mitad del cumplimiento de la condena”. En definitiva, la norma nos obliga a valorar e intervenir sobre aquellos aspectos y características relacionadas con el delito. Sin embargo, en la práctica, solemos ir más allá. Acudamos a determinados ejemplos para mostrar lo que referimos.

En primer lugar, la intervención tratamental sobre la drogodependencia es normalmente adecuada por su habitual relación con la marginalidad, la necesidad económica y por ende, la comisión de delitos de todo tipo –de corte violento o de otro tipo-. Esta premisa que suele cumplirse en la práctica, se expande de manera ostensible. En este sentido, la Administración acaba exigiendo el no consumo de sustancias durante las salidas de permiso o el régimen de semilibertad, sea cual sea el perfil de la persona privada de libertad y aunque dichos consumos estén tolerados socialmente. Como mero ejemplo, pensamos en el consumo no abusivo de alcohol o el uso de drogas blandas que no impiden ni el desarrollo de una vida social normalizada, ni mucho menos se relacionan con la comisión del hecho delictivo.

Si desplazamos la mirada a otros ámbitos de intervención personal y social, se aprecia esta misma extensión de la intervención administrativa. Más ejemplos. La formación forma parte del tratamiento si creemos que su seguimiento contribuye a la socialización del interno. Si esto puede ser fundamental para los internos jóvenes, poco sentido tiene exigir que acudan a la escuela internos adultos, primarios de más de cincuenta años, que han superado ese estadio y en los que difícilmente se puede establecer una clara relación entre no ir a la escuela y la actividad delictiva. Idéntica valoración hacemos en relación al trabajo. Si el interno tiene medios de subsistencia suficientes y su estilo de vida no se vincula a la comisión de nuevos delitos, la Administración Penitenciaria no tiene por qué ligar siempre y en todo lugar la progresión al tercer grado con el hecho de tener actividad laboral en el exterior. Máxime, teniendo en cuenta la dificultad que comporta aportar oferta laboral para un interno que lleva cumpliendo condena un periodo de tiempo amplio. De manera que, de entenderse necesario, sería más apropiado incluir la búsqueda de empleo como requisito para el tercer grado y no la certeza del mismo. Así, dejaríamos también de hacernos trampas administrativas, valorando ofertas laborales que se presentan para cubrir el expediente, pero que sabemos, en nuestro fuero interno, que no se sostienen. Finalmente, pensamos lo mismo en lo relativo al entorno social entendido este en sentido amplio. Las relaciones que el interno establezca han de ser respetadas por la Administración a no ser que se aprecie una relación directa entre estas y el delito. Hecho éste que es complejo de determinar y que en caso de determinarse, más que derivar en una ruptura traumática de lazos sociales –imaginemos que estos son los de la familia originaria-, debiera llevar a un aprendizaje de la mejor manera de gestionarlos. Igualmente, una visión más respetuosa con la realidad individual de cada interno, nos permitiría abordar de manera más adecuada los supuestos de personas sin cobertura familiar que no progresan precisamente porque no disponen de personas cercanas que les tutelen y controlen su actividad en la calle. La efectividad de cualquier control familiar externo es más que dudosa por razones obvias. Siendo esto así, se entiende menos que sea un requisito típico en las progresiones de grado.

Lo anterior es importante. Y lo es, no por el contenido mayor o menor que le demos al tratamiento o por el hecho de las exigencias concretas que del mismo se deriven y queramos atribuir al trabajo penitenciario. Lo expuesto es relevante porque su asunción implica el respecto al desarrollo de la libre personalidad en todos sus extremos de quienes están privados de libertad. Ello no sólo de acuerdo con el art.10 CE, sino con el art.25.2 CE. Los internos no son personas a tutelar e infantilizar. La Administración no ha de decirles cómo ser y lo que han de hacer. Sólo ha de darles los instrumentos para que no vuelvan a delinquir. Se necesita una perspectiva respetuosa con las personas privadas de libertad, con todas sus características y circunstancias, que les haga sentir lo que son: ciudadanos privados de libertad, pero dotados de todos sus restantes derechos que han de seguir ejerciendo en el marco de la norma penal. Sólo dejando que sean ellos mismos, dentro de la norma penal, conseguiremos mayores posibilidades de reinserción.

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