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28/03/2024. 22:31:10

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Peligrosidad, alarma social y Política Penitenciaria

Jurista de Instituciones Penitenciarias

El viraje que en los últimos años ha dado el Derecho Penal viene intensamente marcado por la aparición de nuevas formas delictivas, a las que se suman las ya viejas y conocidas, y las ansias de seguridad absoluta que parece exigir la opinión pública. Malo cuando nadie dice que colmar esas ansias es imposible. Malo cuando sólo se expresa que el Derecho Penal clásico, sus principios y garantías, se han quedado obsoletos frente a las nuevas formas de delincuencia. Malo que si lo que se pretende es gestionar la realidad delictiva, sólo se cuenten los trozos interesados y más llamativos de ella.

Persona esposada

En este contexto tan específico, donde cada vez más problemas sociales tratan de resolverse mediante instrumentos penales, se va produciendo la renuncia progresiva a los parámetros de definición más básicos del Derecho Penal. Ya no es necesario realizar un hecho concreto para ser declarado responsable del mismo. En muchos de los tipos penales actuales, basta con generar la situación que beneficie que el hecho no deseado pueda llevarse a cabo para poder ser castigado por propiciar dicha situación y con independencia de que el hecho lesivo en sí efectivamente se produzca. Se adelanta el momento del castigo traspasando cada vez más fronteras jurídicas. Se convierte la presunción, no de inocencia, sino de posible comisión, en dogma de fe. La peligrosidad se define normativamente para justificar el castigo.

La afección que esta tendencia genera en el medio penitenciario es radical pues se opone a su postulado más básico. La peligrosidad no puede definirse para el conjunto de condenados por un hecho delictivo específico. La peligrosidad ha de medirse de forma individualizada, caso por caso, con las técnicas imperfectas de toda ciencia que tiene por objeto al ser humano. Sin embargo, como decimos, no es esta la premisa imperante en el momento actual. Como mero ejemplo, el art. 36 CP elimina la posibilidad de acceso al tercer grado antes del cumplimiento de la mitad de su condena, en todo caso y con independencia de su evolución, a los que hubieran cometido delitos contra la libertad e indemnidad sexuales, de terrorismo o en el seno de una organización criminal. Las recientes propuestas de modificación normativa caminan en la misma línea. Pretenden eliminar, antes del cumplimiento de la mitad de la condena, no sólo la posibilidad de acceso al régimen abierto de todo aquel relacionado con esta determinada actividad delictiva, sino también los permisos de salida.

Pero lo anterior no sólo socava las bases de nuestro sistema penitenciario, sino que se opone a la lógica de los datos. Entre otros, no se tiene en cuenta la escasísima tasa nacional de delitos violentos y la igualmente escasa tasa de reincidencia de quienes los cometen. La fundamentación de estas medidas, como la de la peligrosidad per se de determinados internos, responde más a un dogma de fe que a la lógica científica de cumplimiento. Dejando encerrado a un determinado colectivo durante más tiempo respondemos a las demandas sociales de seguridad absoluta. Por el camino, con medidas puramente preventivo generales, cuando no meramente represivas, se nos olvida que estaremos perdiendo la preciosa oportunidad de preparar a quienes tienen derecho a retornar a la sociedad; que la mejor manera de preparar ese retorno es trabajar en las deficiencias atendiendo a las características individuales de cada caso, a las motivaciones de cada hecho delictivo; y que, de este modo, seguro habrá internos que rebasarán la mitad de la condena sin haber accedido a ningún beneficio penitenciario, pero habrá otros, merecedores de ello, que habrán iniciado su trayectoria de reinserción con contactos con el exterior, mucho antes.

Junto con este factor de la peligrosidad criminal sólo individualmente valorada, una Política Criminal y por ende penitenciaria, valiente, seria y acorde a los principios que definen nuestro sistema, ha de eliminar de su quehacer diario, de la fundamentación de sus actos, conceptos tan vacíos de significado concreto, pero a la vez, tan significativos, como el de alarma social. La alarma social, mayoritariamente ausente de los textos normativos, se ha convertido en el mantra silencioso que permite justificar casi cualquier medida que consideramos que va a dañar nuestra imagen ante la opinión pública. De nuevo, malo cuando el criterio técnico se deja en manos del ente social administrado y a merced de la definición que en cada momento quiera darle.

Por último, no perdemos de vista el fundamento global y totalizador que también se aporta para estas medidas restrictivas que venimos comentando: poner límites al acceso a beneficios penitenciarios es la única manera de evitar que quienes nos dedicamos a la ejecución penitenciaria nos saltemos la voluntad del legislador penal cuando determina la pena para cada tipo delictivo y de los jueces cuando concretan la condena que para caso corresponde. Pareciera así que con la concesión de los beneficios penitenciarios acortásemos efectivamente las condenas impuestas. Nada más lejos de la realidad. Primero, porque, más allá del indulto penitenciario, que prácticamente ni se propone ni se concede, no existen beneficios penitenciarios que acorten la condena impuesta. Segundo y relacionado con lo anterior, porque las salidas de permiso o en régimen abierto son tiempo de cumplimiento, en un régimen distinto al que supone el encierro típico en prisión, pero con controles específicos y relevantes limitaciones de la libertad. Y tercero y más importante, porque del mismo modo que se olvida que los permisos y el tercer grado no reducen la condena y son tiempo de cumplimiento de la misma, los operadores jurídicos no estamos defendiendo lo principal, su naturaleza y necesidad como instrumentos de reinserción bajo el amparo constitucional del art. 25.2 CE

 

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