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26/04/2024. 16:36:43

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El sistema electoral

Dibujo de una mano metiendo un voto en una urna

Con la llegada de las elecciones generales el día 20 de noviembre, queda en manos de la ciudadanía la composición de las Cortes. Desde Legal Today, dos expertos en Derecho Constitucional como son Óscar Sánchez Muñoz y César Aguado Renedo abordan un tema de una gran enjuncia como es el sistema electoral.

La Cara

Óscar Sánchez Muñoz
Profesor de Derecho Constitucional. Universidad de Valladolid

Nuestro sistema electoral, que se remonta a la Ley para la Reforma Política y al RD-L 20/1977, que reguló las primeras elecciones democráticas, ha cumplido satisfactoriamente, durante más de treinta años, las dos misiones que se le encomiendan a todo sistema electoral: producir representación y producir gobierno. En las Cortes Generales han tenido acomodo todas las corrientes políticas con apoyo social significativo y el país ha gozado de una más que aceptable estabilidad gubernamental.

Dicho lo anterior, hay algunos defectos que deberían corregirse. Dejando de lado el problema del Senado, que es de otra índole, las dos cuestiones más serias son, quizás, el peso desproporcionado de las provincias menos pobladas y la falta de proporcionalidad real del sistema en dos tercios de las circunscripciones, que castiga excesivamente a las fuerzas minoritarias de implantación nacional. Ambos rasgos del sistema no son fruto del azar, sino de la voluntad política de los reformistas de la Transición, que deseaban dar un sesgo moderado al Parlamento y favorecer la concentración de la representación, ante la incógnita que suscitaba nuestro incipiente sistema de partidos. La consecuencia es que en España no hay un solo sistema electoral, sino dos o tres, lo cual plantea un problema jurídico-constitucional que no es baladí, pues no hay ninguna causa que justifique la posición desigual de los ciudadanos ante efectos tan dispares del sistema en distintas provincias. Lo que ha quedado claro, tras el magnífico Informe del Consejo de Estado, es que cualquier cambio que se promueva, para ser relevante, debe atacar la raíz del problema, que no es otra que la circunscripción provincial y, en ese sentido, considero que las cortapisas de 1977 no deberían seguir condicionándonos.

Existen otras cuestiones, no menores, que también deberían ser objeto de atención. El poder de los partidos en la elaboración de las candidaturas es excesivo y está produciendo un distanciamiento cada vez mayor entre la sociedad y la clase política. Hay que dar más poder a los ciudadanos, pero las listas abiertas o desbloqueadas no serán la solución mientras las oligarquías de los partidos sigan teniendo un control omnímodo sobre la preselección de los candidatos.

Por último, aunque no formen parte del sistema electoral en sentido estricto, hay cuestiones relativas a la garantía de la igualdad de oportunidades entre los competidores electorales, en campos como la financiación partidista, la actuación de los medios de comunicación o la garantía de la neutralidad de los poderes públicos, que requieren de una revisión mucho más profunda que la cosmética reforma llevada a cabo en enero de este año.

La Cruz

César Aguado Renedo
Profesor de Derecho Constitucional (Universidad Autónoma de Madrid)

Cuando se aborda la reforma del sistema electoral español, son ya lugar común dos ideas. De un lado, el indudable buen servicio prestado hasta ahora por el sistema electoral tal y como se gestó durante la Transición y que sigue vigente en su esencia. De otro, lo complejo y delicado que resulta una reforma electoral, en tanto en cuanto afectaría a los equilibrios políticos tan consolidados ya que han devenido característica de la democracia española (en esencia, un sistema bipartidista corregido con un importante –en ocasiones determinante- componente nacionalista), y a la conformación interna de los propios partidos (piénsese, p. ej., en su confección de listas electorales), con la trascendencia que ello tiene, pues la democracia moderna es, sobre todo, una democracia de partidos.

Sin duda se producirían tales afectaciones por una reforma electoral de contenido relevante. Pero menor duda hay aún del deterioro de la democracia española en los últimos tiempos, según percibe la ciudadanía y reflejan los sondeos. Si la democracia de hoy es democracia de partidos y si las elecciones son el modo de convertir en gestores de la cosa pública a los candidatos propuestos por ellos y a quienes de ellos dependen, la ecuación que se tiene es: partidos + elecciones = calidad de democracia. Para mejorar la democracia, pues, por fuerza habrá de incidirse en ambas variables. Pero una y otra, aun inextricablemente relacionadas como es obvio, tienen una naturaleza radicalmente distinta: el sistema electoral es producto del legislador, que resulta ser la institucionalización de los previamente seleccionados por los partidos, de suerte que cuantos más votos obtiene un partido más legislador es. En consecuencia, la modificación del sistema electoral depende de la voluntad de los partidos mayoritarios lo cuales, si resultan beneficiados por el vigente, serán de natural refractarios a alterarlo de modo sustancial. Así pues, contra lo que es harto frecuente creer (e incluso ver reproducido como cita literal –descontextualizada- de algún insigne pensador), en el origen del “debe ser” de un sistema político no está el sistema electoral, sino los partidos. A partir del diagnóstico sobre el punctum dolens del sistema político, se está en condiciones de pensar cómo mejorarlo. Y parece que ello debiera comenzar, antes de nada, por modificar sensiblemente la ética política que han evidenciado los dirigentes de los partidos en estos últimos tiempos. En tanto ese cambio no se dé, pretender mejorar nuestra democracia mediante la “sola” reforma del sistema electoral resultará, creo, poco más que un ejercicio de especulación.

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