Lo bueno de las crisis es que nos hacen replantearnos todo aquello que antes dábamos por sentado, los holocaustos económicos desarrollan nuestro sentido crítico, la necesidad oxigena nuestra imaginación. Uno de esos ámbitos donde se necesita urgentemente un movimiento crítico es en el debate académico sobre los límites y alcances de la denominada “propiedad” intelectual.
Las nuevas tecnologías han puesto en jaque a disqueras, estudios de cine, programadores, entre muchos otros, frente a un público cada vez más renuente a pagar por lo que mira y escucha. El debate es intenso, todos los que intervienen presentan argumentos legítimos y puede ser abordado desde diversas perspectivas. No obstante, hay una cuestión básica que debe ser zanjada de inmediato: ¿es correcto hablar de derechos de "propiedad" intelectual?
Las palabras siempre importan, y en el mundo de lo jurídico más aún. El derecho de propiedad es una de las bases de nuestro sistema jurídico. La defensa de la "vida, libertad y propiedad" de los ciudadanos constituyó la idea generadora del constitucionalismo liberal, y sigue siendo hoy la piedra angular de los ordenamientos jurídicos occidentales, la propiedad es reconocida como un derecho fundamental en la mayoría de países. ¿Es correcto encuadrar los derechos de patentes o los copyrights en esta categoría? Creemos que no. Estos derechos tienen una naturaleza distinta, constituyen una concesión temporal que hace el Estado, otorgando a un determinado sujeto el monopolio de uso y explotación económica de una determinada creación tecnológica o artística. Es un tipo de regulación, de intervención estatal, una interferencia del gobierno en la economía, que pone lo que normalmente es de dominio público (las ideas) bajo el control de un sujeto. El empleo del término "propiedad" ha sido siempre metafórico, tal como lo reconocían desde el siglo XIX los juristas anglosajones; fue empleado por primera vez en la Inglaterra del siglo XVIII, durante el auge de la revolución industrial.
El autor, creador o inventor carece, en relación con su idea, de uno de los atributos esenciales del derecho de propiedad, el ius abutendi, dado que no tiene el poder de hecho sobre la cosa, no hay dominio efectivo: todos pueden de hecho imitar o reproducir un idea, una canción, si cuentan con los medios necesarios. Por otra parte, la defensa de la propiedad ha sido tradicionalmente una defensa de la libertad, busca limitar el poder del Gobierno, no lo magnifica. Sucede precisamente lo contrario al invocar la protección de derechos de "propiedad intelectual", cuyo cumplimiento lleva necesariamente a expandir la intrusión de Estado, de agencias administrativas, de leyes, limita la libertad de actuar los ciudadanos, nace de regulaciones artificiales. Como es bien sabido, las denominadas "leyes de propiedad intelectual", como cualquier otra regulación estatal, se justifican únicamente en la medida que satisfacen su función social, en cuanto fomentan la creatividad y el avance tecnológico.
El lobby de la PI ha escogido siempre cuidadosa y interesadamente los términos empleados por la legislación que protege su negocio, como ha señalado el economista Jagdish Bagwhati. Por ejemplo, la palabra "piratería" es un eufemismo que tiene un efecto muy importante en el público. La RAE define "piratería" como "robo o destrucción de los bienes de alguien". El "pirata", dice el diccionario, es una "persona cruel y despiadada". Pocos defenderían a una persona "cruel despiadada" que "roba o destruye" la propiedad de otro. Sin embargo, si utilizáramos los términos correctos, diríamos que las descargas de música online, por citar el ejemplo más común, constituyen una infracción del monopolio de uso y explotación económica concedido por el Estado al titular de los derechos de autor de una determinada canción. La acción seguiría siendo ilegal, incluso reprochable, pero al menos no evocaría la imagen de Barba Negra saqueando un galeón español. Un ejemplo patético de la manipulación a la que somos sometidos son las imágenes que nos ponen en los cines y dvds antes de la película, en las cuales comparan directamente el robo de un vehículo con las descargas online ilegales.
Una de los estudios más completos sobre este tema es la obra de los juristas americanos Richard A. Posner y William M. Landes, The Economic Structure of Intellectual Property Law (2004). En dicho libro se analiza cómo la presión de los grupos corporativos ha servido para tergiversar los términos utilizados por la legislación. No obstante, hay que admitir que las dimensiones del debate son inabarcables. De lado y lado hay pretensiones legítimas, argumentos coherentes que vale la pena escuchar. Es curioso que en esta cuestión las críticas más lapidarias vengan por igual de ambos extremos del espectro ideológico. Los progresistas denuncian los abusos del lobby corporativo, mientras diversos analistas conservadores ven en las leyes de PI nichos de interferencia estatal en la libertad económica de los individuos, una fórmula de proteccionismo solapado en algunos casos nociva para la prosperidad general. En Against Intellectual Monopoly (2008), por ejemplo, Michele Boldrin y David K. Levine desdibujan muchas de las premisas sobre la conveniencia económica del régimen estadounidense de PI. En todo caso, poca duda cabe que un primer paso en el camino hacia un debate honesto sería empezar a llamar a las cosas por su nombre. Hay que tener cuidado con el uso de la metáforas. Ni "propiedad" ni "piratas", a las cosas por su nombre.