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19/04/2024. 11:09:49

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¿Qué hay detrás de los MASC en el proyecto de ley de eficiencia procesal?

Abogado
TARSSO Abogados

El pasado 13 de abril el Consejo de ministros aprobó el proyecto de ley de eficiencia procesal del servicio público de justicia. Se trata de una norma que, a buen seguro, tendrá un impacto destacado en nuestro ordenamiento procesal, ya que, además de modificar numerosos preceptos de los distintos órdenes jurisdiccionales, introduce un elemento controvertido en los procedimientos civiles y mercantiles, consistente en la obligación de acreditar un intento de solución extrajudicial como requisito previo a la interposición de la demanda.

Con esta finalidad se introduce un mecanismo de resolución prejudicial al que denomina medios adecuados de solución de controversias, o en su acrónimo; MASC, dentro de los cuales se incluyen la mediación, la conciliación o la opinión neutral de un experto independiente, como requisito para acreditar una actividad negocial previa a la jurisdicción. Por otro lado, la norma también prevé que dicho requisito pueda entenderse atendido con una reunión entre las partes asistidas por los letrados, cuando la intervención de estos fuera preceptiva.

Lo que hasta entonces venían denominándose medios alternativos de solución de controversias, el legislador de forma aviesa lo sustituye por “medios adecuados”, revelando así su particular preferencia, ya que presentarlo como alternativo otorga a los ciudadanos la facultad de elegir, mientras que configurarlo como adecuado manifiesta una clara pretensión de dirigir al ciudadano hacía el medio de solución que el legislador considera idóneo para resolver las controversias. La pregunta que deberíamos formularnos es, ¿qué interés tiene el Estado en priorizar unos medios de resolución de controversias sobre otros?

En primer lugar, debemos recordar que la mediación fue introducida en nuestro ordenamiento jurídico a través de la Ley 5/2012, de 6 de julio, que definía la mediación en su artículo 1 como “aquel medio de solución de controversias, cualquiera que sea su denominación, en que dos o más partes intentan voluntariamente alcanzar por sí mismas un acuerdo con la intervención de un mediador”.

Mientras que en los principios que informan la mediación (art. 6) se declara que, por un lado, la mediación es voluntaria, y que además “Nadie está obligado a mantenerse en el procedimiento de mediación ni a concluir un acuerdo.”

Así las cosas, la nota dominante en la mediación es la voluntariedad, algo que indudablemente parece ignorar el legislador, que junto con la conciliación y la opinión de un experto independiente ―éste último desarrollado en el artículo 15 de la ley―, son mecanismos a los que cualquier ciudadano puede acudir libremente para el caso de que desee alcanzar un acuerdo, y evitar el procedimiento judicial. También se olvida que nuestra ley procesal ya prevé la condena en costas como un mecanismo de penalización al litigante que hubiera interpuesto una reclamación judicial con temeridad o incluso de forma arbitraria, así como aquel que hubiera visto desestimadas sus pretensiones. Este mecanismo sigue una lógica de mercado, esto es, penalizar la conducta irresponsable para evitar que se vuelva a producir (ex post), todo lo contrario que la propuesta de los MASC, que sigue una lógica burocrática (ex ante), es decir, obligar al ciudadano a acudir a una instancia previa que le supondrá un coste económico, y que de no cumplir se le impedirá el derecho a la tutela judicial.

Esto pone al descubierto la verdadera motivación de esta reforma, y es que no nos encontramos ante un problema técnico en el diseño de los procedimientos civiles, sino con un deficiente empleo de los recursos públicos destinados a la Administración de Justicia, y que, sin embargo, el legislador pretende poner remedio estrechando la vía jurisdiccional, y haciéndola accesible solo para litigantes que previamente hayan acreditado, de forma fehaciente, el intento de una solución extrajudicial. De esta forma, y tal como señala la norma explícitamente, se configura como un requisito de procedibilidad cuya inobservancia determinaría la inadmisión de la demanda in limine litis.

El derecho a la tutela judicial efectiva, consagrado en el artículo 24 CE, reconoce la facultad de cualquier ciudadano a tener acceso a los tribunales. Si bien es cierto que corresponde al legislador el desarrollo de este derecho a través de los procedimientos que se establezcan, no podemos obviar que lo que se pretende con los MASC es impedir el acceso a los tribunales a aquellos ciudadanos que no tengan ninguna voluntad de solucionar el conflicto de forma amistosa, o al menos de forma prejudicial. Por desacertada que nos pueda parecer este comportamiento, esto no puede ser motivo suficiente para restringir el derecho de una persona de obtener una resolución judicial sobre el particular.

El Tribunal Constitucional ya se manifestó a tenor del ejercicio incondicional del derecho a la tutela judicial efectiva, argumentando que debía existir cierta limitación a la prestación jurisdiccional que estuviera acotada mediante las vías procesales legalmente establecidas. Así lo declaró en la Sentencia n.º 19/1981, de 8 de junio: “En lo que aquí interesa el art. 24.1 reconoce el derecho de todos a la jurisdicción, es decir, a promover la actividad jurisdiccional que desemboque en una decisión judicial sobre las pretensiones deducidas, en el bien entendido que esa decisión no tiene por qué ser favorable a las peticiones del actor, y que, aunque normalmente recaiga sobre el fondo puede ocurrir que no entre en él por diversas razones. […] Ello supone que el art. 24.1 no puede interpretarse como un derecho incondicional a la prestación jurisdiccional, sino como un derecho a obtenerla siempre que se ejerza por las vías procesales legalmente establecidas, tal y como declaran los Autos de 30 de octubre de 1980 y 18 de febrero de 1981.”

Lo que cabe plantearse es, si esta nueva exigencia que introduce el legislador supone una vía procesal previa a la jurisdicción que se incorpora en beneficio de los ciudadanos, o en beneficio de la Administración de Justicia, y si esta limitación al acceso a los tribunales está justificada, y lo que es más importante, si es proporcional de acuerdo con el fin perseguido. El ponente de la norma podría argüir que en última instancia el ciudadano saldrá beneficiado ya que podrá disfrutar de un servicio público de justicia más ágil y eficaz. Sin embargo, este planteamiento es erróneo ya que describe una valoración utilitarista a través de la cual el beneficio del sistema debe prevalecer sobre la tutela judicial individual del ciudadano que pretende el acceso a los tribunales, sin importar su voluntad de solucionar, o no, la controversia de forma amistosa.

Sin embargo, en la Sentencia n.º 182/2002, de 14 de octubre, de nuevo el Tribunal Constitucional advirtió de los riesgos de restricción injustificada de este derecho, declarando que: “[…] al ser el derecho a la tutela judicial efectiva un derecho de configuración legal, su ejercicio y prestación están supeditados a la concurrencia de los presupuestos y requisitos que, en cada caso, haya establecido el legislador, que no puede, sin embargo, fijar obstáculos o trabas arbitrarios o caprichosos que impidan la tutela judicial garantizada constitucionalmente (SSTC 185/1987, de 18 de noviembre, FJ 2; 108/2000, de 5 de mayo, FJ 3; 201/2001, de 15 de octubre, FJ 2).”

Asegura el legislador en el preámbulo de la norma que; “la inserción en nuestro ordenamiento jurídico, al lado de la propia jurisdicción, de otros medios adecuados de solución de controversias, como medida que, más allá de la coyuntura de ralentización inicial y previsible incremento posterior de la litigiosidad como consecuencia de la pandemia y la declaración del estado de alarma, se considera imprescindible para la consolidación de un servicio público de Justicia sostenible.”

Es el mismo legislador quien está reconociendo explícitamente que la necesidad de introducir este nuevo mecanismo viene determinada por la coyuntura y por la evidente tensión que vienen sufriendo los juzgados y tribunales con un aumento de la litigiosidad que, sin embargo, no tiene su origen en la pandemia. Lamentablemente, esta norma se centra en los efectos e ignora las causas, lo que le lleva a errar en el diagnostico y a no implementar las medidas necesarias para corregir el desnortado rumbo al que se dirige la Administración de Justicia.

En los presupuestos generales del Estado para el año 2022, se han destinado 2.283,55 millones de euros para los gastos de la Administración de Justicia, de los cuales 1.662,93 millones se corresponden con gastos de personal.

El déficit fiscal que arrastra España durante décadas es sin duda el escenario de fondo que justifica semejante ocurrencia legislativa, ya que en lugar de destinar los recursos necesarios para reforzar el sistema publico de Justicia, prefiere optar por limitar la posibilidad de los ciudadanos de acceder a los tribunales y por tanto hacer uso de este servicio, algo similar a lo que viene sucediendo en sede de casación con la admisión de los recursos.

En definitiva, nos encontramos ante una cuestión relevante a efectos de política fiscal, que el legislador ha intentado vestir de reforma procesal, y que nada tiene que ver con la eficiencia en la prestación del servicio público de justicia, y que en ningún caso debería ir en detrimento de los ciudadanos. Imaginemos un paciente que quisiera recibir asistencia sanitaria y en el centro de salud se negarán a atenderle porque considerasen, antes de hacer una valoración médica, que la dolencia que padece no es lo suficientemente grave para invertir recursos públicos.

Sin perjuicio de lo que se pueda desvelar al calor del debate parlamentario que esta previsto, esta norma merece la máxima oposición de la comunidad jurídica que debería reaccionar ante lo que debe considerarse como un secuestro de la jurisdicción con el único pretexto de esquivar la inaplazable reforma que debe afrontarse con el objetivo de dotar a la Administración de Justicia de todos los medios que requiere para su correcto funcionamiento.

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