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19/03/2024. 05:05:56

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La Lobbycracia Europea

analista del Gertrude Ryan Law Observatory

¿Qué pasaría si descubriésemos que en las herméticas esferas de poder europeas se escuchan sólo las voces de las grandes empresas? Pues bien, cada vez más personas se lo están preguntando, y con razón. Hay más de 15.000 lobistas en Bruselas. La capital belga es el segundo centro de poder político con más concentración de lobby firms después de Washington. No existe control alguno sobre su actividad. Nadie lo sabe porque nadie los supervisa. Precisamente por eso, grupos de activistas como ALTER-EU se encuentran batallando por delinear la frontera entre el legítimo ejercicio de disuasión y la corrupción pura y dura.

La Lobbycracia Europea

En Estados Unidos, la industria farmacéutica rompió un nuevo record en 2007. Ha empleado más de 168 millones de dólares en persuadir a los más influyentes legisladores de la nación norteamericana sobre la política sanitaria más "apropiada" para sus ciudadanos. Por otro lado, en suelo europeo, Telefónica ha sido la primera multinacional en suscribir el registro de lobbistas en Bruselas, ha declarado que el año pasado ha gastado casi un millón de euros en defender sus intereses ante la tecnocracia comunitaria. Dos incidentes que poco tendrían en común si no fuera porque ponen de relieve la creciente influencia de los grupos de poder corporativo en los altos centros mundiales de decisión.

La vinculación directa del mundo empresarial en el proceso político es una práctica de mucha tradición en Estados Unidos y puede decirse incluso que es tan americana como el pie de manzana. A finales del siglo XIX se originó una profunda transformación en las relaciones institucionales entre la clase empresarial y los dirigentes políticos del Congreso estadounidense, iniciándose un fenómeno conocido como pressure politics. Tras el avance de las telecomunicaciones y el transporte, proliferaron asociaciones y colectivos empresariales por todo el territorio. Las empresas localizadas en distintos puntos geográficos del país, antes prácticamente incomunicadas entre sí, empezaron a cobrar conciencia de sus intereses comunes y de los beneficios derivados de actuar en forma conjunta frente a los órganos del gobierno federal.  Sociedades de todo tipo incurrieron en este nuevo modus operandi, desde productores agrícolas hasta la industria del acero. En adelante, esto permitió a los colectivos corporativos ejercer presión política de forma más coordinada y eficaz. No obstante, es en años recientes que esta vinculación ha adquirido matices alarmantes. Según Public Citizen, más del 40 por ciento de los legisladores que abandonaron el Capitolio desde 1998 hasta 2005 fueron reclutados luego por las grandes firmas de lobbistas en Washington.

Nunca ha estado completamente definida la frontera entre el lobbyism y la corrupción pura y dura. Y esto ha sido objeto de un frenético análisis por parte de académicos, activistas y políticos en Estados Unidos. Se trata de grupos industriales buscando la adopción de medidas proteccionistas, de asociaciones campesinas luchando por la obtención de cuantiosos subsidios agrícolas, contratistas militares en puja por jugosos pactos con el Pentágono, grupos étnicos (como el lobby israelí o el de los indios americanos), movimientos religiosos, etc. Es muy difícil definir cuándo, quién y cómo se traspasan los límites de la ética. Todos tienen derecho a defender sus valores e intereses frente al gobierno. El problema comienza con los grupos corporativos que buscan comprometer a los encargados de la toma de decisiones para satisfacer sus propios intereses, a costa del bien común. El escándalo protagonizado por Jack Abramoff, otrora todopoderoso lobbista muy cercano a la jerarquía del Partido Republicano, destapó hace pocos años una caja de Pandora que parece no tener fondo. Sobornos, lujosas invitaciones, regalos inconcebibles: esas son sólo algunas de las fórmulas utilizadas por los empresarios para compensar las gestiones de congresistas y senadores. El caso Abramoff fue sensacional, puso de manifiesto toda la suciedad que se escondía bajo la alfombra, y aún hoy las investigaciones siguen cobrando víctimas.

Todos saben que si quieres algo de Washington, no hay que escatimar a la hora de pagar los elevados honorarios que demandan los "mediadores" profesionales con contactos apropiados en el Capitolio, la Casa Blanca o donde se los necesite. Los más solicitados son, generalmente, legisladores y funcionarios retirados que aprovechan su cercanía y acceso privilegiado para pedir favores y lucrar por ello. Sin embargo, pocos sospechan que precisamente lo mismo sucede en el Viejo Continente. Los ejemplos son cada vez más numerosos. En terreno ibérico tenemos, como muestra reciente, el caso de Eduardo Zaplana. Telefónica sabe que no todos los caminos llevan a Roma y, por ello, muchos señalan que fichó al antiguo vocero del PP, cercano a Silvio Berlusconi, para afianzar la estabilidad de sus inversiones en Italia.

¿Qué pasa si descubriésemos que en las herméticas esferas del poder europeo se escuchan sólo las voces de las grandes empresas? Pues bien, cada vez más personas se lo están preguntando, y con razón. Hay más de 15.000 lobistas en Bruselas. La capital belga es el segundo centro de poder político con más lobistas después de Washington. Son hombres y mujeres que se ganan la vida buscando que los euro-funcionarios tomen las decisiones que más favorezcan a sus clientes. Se trata de decisiones que afectan la vida de todos. No existe control alguno sobre su actividad. ¿Tendremos uno o varios Abramoffs europeos pululando en el Parlamento o la Comisión? Nadie lo sabe. Y ello se debe a que, al contrario de lo que sucede al otro lado del Atlántico, nadie los supervisa. Precisamente ello motivó a un grupo de activistas a formar la coalición ALTER-EU, orientada a proponer reformas normativas que regulen la actividad de los eurolobbyist. En Estados Unidos, si bien el problema está lejos de resolverse, existe ya un conjunto de normas e instituciones que han permitido que se descubran importantes affairs de corrupción como el antes descrito. Y, lo más importante, se ha logrado que sus protagonistas reciban el castigo que merecen. ALTER-EU no se manifiesta conforme con los tímidos proyectos, actualmente en práctica, de establecer un programa de registro voluntario de lobbistas. Sus responsables señalan que todas sus iniciativas han sido paralizadas por la pesada impronta de algunas asociaciones poco acostumbradas a la claridad en su accionar.

Son muy variadas las razones que han llevado al enquistamiento de los lobbistas en Bruselas. En algunas ocasiones se trata de una simple falta de escrúpulos y en otras de  mera necesidad técnica. No obstante, una de las causas primarias es que estos agentes privados facilitan enormemente el trabajo de una sobrecargada tecnocracia. Los lobbistas lo saben, y con sus abultadas cuentas de gastos no escatiman en la elaboración de informes técnicos, propuestas legislativas y todo lo que consideren necesario para agradar a los servidores públicos que puedan satisfaces sus aspiraciones. Todo ello es bienvenido por una burocracia incapaz de desdoblarse para cumplir con una abrumadora carga de tareas. Sin embargo, no por ello hay que renunciar a la transparencia y el establecimiento de parámetros más rígidos de control sobre la veracidad y objetividad de la información proporcionada por los grupos de interés. Hasta entonces, el ciudadano común seguirá confiando en los causes institucionales, hipnotizado por las formulaciones abstractas de un contrato social que es quebrantado día a día. ¿Qué hacemos? ¿A quién tenemos que invitar a almorzar?

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