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El impuesto sobre el patrimonio, o cómo fabricar un zombi

socio del Departamento Fiscal de Roca Junyent Madrid

El pasado mes de septiembre, mediante el Real Decreto-Ley 13/2011, fue restablecido el Impuesto sobre el Patrimonio, una de las medidas fiscales más controvertidas del actual gobierno, acto que ha sido considerado mediáticamente como una especie de “canto del cisne” del ejecutivo que en estos días finaliza su mandato.

Una casa con dinero

Su reintroducción, enormemente polémica, se hace con carácter temporal, y se articula mediante la vía del Decreto-Ley que, como es sabido, se reserva a situaciones en las que concurra la extraordinaria y urgente necesidad de legislar, tal y como exige el artículo 86 de la Constitución. El deterioro de la situación económica y presupuestaria, la necesidad de dejar un tiempo suficiente para que las Comunidades Autónomas puedan ejercer, si quieren, sus competencias normativas en este Impuesto, y la conveniencia de que los contribuyentes a los que va a gravar conozcan con la mayor antelación posible sus obligaciones y carga tributaria son las circunstancias que, a tenor de la propia Exposición de Motivos, justifican la extraordinaria y urgente necesidad que requiere la Constitución. Teniendo en cuenta los trámites parlamentarios que una Ley ordinaria necesita para su aprobación, y los plazos perentorios en que esta legislatura finaliza, amén del imparable deterioro del contexto económico y presupuestario, no parece muy descabellado defender la fórmula del Decreto-Ley en el caso presente.

Otra cosa es la utilización de esta vía -a la que se ha acudido con profusión en los últimos tiempos- para promulgar un impuesto, materia ésta reservada a la Ley por las mayores garantías que ofrece una tramitación basada en el debate y la confrontación de ideas en sede parlamentaria. Aunque desde el punto de vista estrictamente técnico-jurídico no se trate en puridad de un nuevo impuesto, ya que dicha figura nunca fue derogada, y su desaparición en 2008 se articuló mediante la aplicación de una bonificación del 100% sobre la cuota íntegra. En otras palabras, el Impuesto sobre el Patrimonio nunca fue suprimido, quedando más bien suspendido y "durmiente" a la espera de su reactivación, cosa que acaba de suceder precisamente mediante la supresión de la referida bonificación. Por eso las críticas al uso del Decreto-Ley, siendo justificadas, pierden vigor cuando se analiza la sutileza de la filigrana técnica empleada.

Varias son las razones que se esgrimen para su restablecimiento. La necesidad de reforzar los ingresos públicos, la conveniencia de asegurar la estabilidad presupuestaria, favorecer la recuperación y el empleo, apuntalar el principio de equidad, son todos ellos factores que justifican su reimplantación. Pero aquí, naturalmente, se abandona el terreno jurídico -más objetivo- y se adentra uno en el proceloso ámbito de la justificación de la acción de gobierno -lógicamente sujeta a visiones contrapuestas e igualmente legítimas-.

De manera que el Impuesto sobre el Patrimonio, nacido en 1991, gozó de cierta estabilidad hasta su "congelación" en 2007, si bien es cierto que durante ese tiempo sufrió distintas modificaciones y retoques, encaminados a modernizar su contenido y, sobre todo, debilitar su fuerza recaudatoria. Piénsese, por ejemplo, en las exenciones introducidas para dejar sin gravamen a los patrimonios empresariales productivos, entre otras.

A partir de esa fecha comienza una vida azarosa para el impuesto: es suprimido para el período 2008-2010, y resucita en 2011 pero con una vigencia temporal de dos años, esto es, 2011 y 2012, cuando de nuevo está previsto que entre en estado larvario o latente a través de la sutil aplicación de la bonificación del 100%. Como los zombis del celuloide, que son resucitados o sepultados de nuevo a voluntad de su amo.

Interesa ahora destacar algunas cuestiones singulares que plantea la nueva figura del Impuesto sobre el Patrimonio.

En primer lugar, y tal y como ha quedado configurado, ¿va a gravar realmente a las personas de mayor capacidad económica?

Hay que aclarar que con las modificaciones introducidas, la vivienda habitual quedará exenta hasta un importe máximo de 300.000 €. Pero lo más significativo del nuevo impuesto es que, además de lo anterior, se establece un mínimo exento de 700.000 €, lo cual excluirá de tributación a un gran número de contribuyentes. A pesar de lo anterior, hay que recordar que algunos activos (como patrimonios empresariales productivos) seguirán quedando exentos bajo determinadas condiciones, lo que ha alimentado la percepción de que las grandes fortunas, refugiadas muchas de ellas en marañas de grupos de sociedades, pueden escapar al impuesto. Esto ya era así hasta el entierro del impuesto en 2008, y fue una de las razones que justificó su desaparición: la evidencia de que afectaba de manera primordial a la clase media.

En segundo lugar, ¿contribuirá a homogeneizar la carga fiscal en todo el territorio español o provocará nuevas distorsiones territoriales?

Dado que se trata de un impuesto cedido a las Comunidades Autónomas, que tienen atribuida no solo su recaudación, sino las competencias normativas sobre el mismo, cabe la posibilidad -como de hecho ya ha ocurrido- de que las Comunidades establezcan distintos umbrales en relación con el mínimo exento de 700.000 €. Esto, desde luego, implicará una distinta carga fiscal en función del lugar de residencia del contribuyente, y puede incluso darse el caso -posiblemente Madrid- de que en algunos sitios ni siquiera llegue a aplicarse. Con lo que la armonización tributaria en el conjunto del Estado puede quedar en papel mojado y puede llegar a ser un factor de distorsión que genere -aún más si cabe- tensiones territoriales indeseadas.

Y por último, ¿resulta justo hacer tributar de manera estática el ahorro de las familias, cuando ese ahorro ya ha sido gravado previamente con ocasión de su obtención?

O dicho de otro modo, ¿no parece -sostienen muchos- que se está gravando dos veces la misma renta? La primera, cuando se obtiene, vía IRPF; y la segunda, por el mero hecho de poseer un patrimonio, vía Impuesto sobre el Patrimonio, que ya ha tributado anteriormente por el IRPF; es decir, el problema clásico de la doble imposición. La respuesta no es sencilla, pues resulta evidente que la doble imposición se produce en todo caso, pero también es cierto que el Estado puede gravar las diferentes manifestaciones de la renta bajo apariencias distintas. Y que existen otros muchos ejemplos de doble imposición en nuestra legislación tributaria, como por ejemplo la percepción de dividendos por parte de personas físicas, sin que esto invalide la norma.

En definitiva, el zombi Impuesto sobre el Patrimonio ha resucitado de entre los muertos para quedarse un par de años entre los vivos, y volverá a ser sepultado, previsiblemente, en 2013. Crónica de una resurrección y una muerte anunciadas.

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