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29/03/2024. 14:35:34

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La toma de decision de instar un concurso de acreedores

Socio en A.Bercovitz, Alvargonzalez, Corcelles y García-Cruces Abogados

Alejandro Alvargonzález Tremols
Socio Director de Alvargonzález & Asociados Abogados

La Ley Concursal, a lo largo de todo su articulado, y ya desde la Exposición de Motivos, destaca la importancia de lograr el saneamiento de la sociedad en crisis y conseguir la continuidad de la misma como una de las finalidades primordiales del procedimiento concursal. Finalidad frente a la que se encuentra con igual o, probablemente, mayor importancia, la defensa de quienes resultan los grandes perjudicados en dichas situaciones, los acreedores. Por lo tanto, saneamiento y continuidad de la actividad empresarial sí, pero no a cualquier precio. Para ello, tanto la estructura del procedimiento, como las responsabilidades específicas que se contemplan en la Ley, dan a entender que el legislador pretende que se acuda al concurso cuando ello sea necesario, sin demoras o esperas que conviertan una situación transitoria en una irresoluble.

De la combinación de la regulación contenida en los arts. 260.1.4º, 262.4 y 5 LSA y 105.5 SRL sobre la responsabilidad de los administradores societarios y del art 172 de la LC, sobre los efectos de la liquidación y calificación de culpabilidad para los administradores, dejan entrever que el legislador pretende romper la inercia actual en la que, salvo excepciones, las empresas sólo acuden al procedimiento concursal cuando la situación se encuentra tan deteriorada que las posibilidades reales de saneamiento son muy escasas o exigen tales sacrificios de los acreedores que en la práctica hacen inviable la continuidad. De hecho, la Ley ha impuesto unas severas limitaciones a las posibilidades de propuesta de convenio para impedir que continúen en el mercado sociedades a costa de unas quitas o aplazamientos desorbitados. Actualmente y salvo contadísimas excepciones, ya no volveremos a ver convenios con quitas del 80 u 85 por 100 de la deuda y aplazamientos de 8 o 10 años.

De la misma manera que la reforma de nuestro derecho de sociedades de 1989 trató de buscar un punto de inflexión para que, a través de la exigencia de responsabilidad a los administradores societarios, saliesen del mercado sociedades insolventes sin posibilidades reales de continuidad, que lo único que generaban era deuda frente a terceros que no resultaría cumplida, con el consiguiente perjuicio para la situación económica general, ahora se pretende subir un escalón más, de manera que el procedimiento concursal sirva para lo que fundamentalmente está diseñado. Esto es, para atajar las situaciones de crisis cuando éstas todavía tienen solución. Con ello se persiguen dos objetivos, por un lado, procurar el mantenimiento en el tráfico de la sociedad, con la salvaguarda de los puestos de trabajo y por el otro, minimizar los daños a los terceros que contrataron con dicha sociedad, de manera que puedan ver satisfechos sus créditos de manera razonable, tanto en cuanto al plazo de pago como a la cuantía de los mismos, evitando el efecto dominó o cascada que en situación de crisis económica lleva a que el concurso de una sociedad sea el detonante para otros que, a su vez, reinician de nuevo un ciclo nefasto para la economía.

La Ley no penaliza que una determinada empresa vaya mal, pues ello se encuentra implícito en el mundo de los negocios. Toda actividad empresarial implica la asunción de un riesgo que, como tal, conlleva una incertidumbre en su resultado. Lo que sí penaliza la Ley es que cuando dicho empresario sea conocedor de que su situación pueda acabar impidiéndole cumplir con todas sus obligaciones, no adopte las medidas necesarias bien para sanearse, bien para salirse del mercado sin ocasionar daños injustificados o generados por su negligencia.

Lo cierto es que la inercia de lo que venían siendo lo procedimientos concursales hasta la entrada en vigor de la LC y los problemas de índole práctico que afectan a la empresa en crisis, retraen de manera muy importante la toma de este tipo de decisiones, a riesgo, en muchas ocasiones, de que cuando se adopta ya no sirva para la finalidad prevista. La decisión de instar un concurso suele obedecer a dos grandes tipologías:

a)      Enorme agobio del empresario que sabe que es inminente la imposibilidad de cumplimiento de la mayoría de sus obligaciones, no pudiendo lograr nuevos aplazamientos y, en muchas ocasiones con problemas laborales serios. En dicha situación la toma de decisión se hace de manera rápida y con escasa o nula planificación. El fin perseguido fundamental es el inmediato, es decir, parar las ejecuciones, blindar a la sociedad, aunque sólo sea temporalmente, para que el paraguas del concurso le de tiempo, confiando en que luego se encontrará una solución para lo que es el problema de fondo.

b)      Conocimiento de que se avecina una situación difícil, generalmente más pronto que tarde, planificación del concurso, definiendo que es lo que se persigue con el mismo, previsión de los problemas inmediatos a los que habrá de enfrentarse, una vez iniciado el trámite judicial, adoptando las medidas posibles en aras a minimizar los mismos.

La primera postura, por desgracia la más frecuente, conlleva una gran probabilidad de fracaso. La decisión persigue, esencialmente, una finalidad inmediata: Tratar de blindar a la sociedad frente a los embargos o ejecuciones. Se trata sólo de parar unas reclamaciones a las que ya no puede hacerse frente y ganar tiempo, con la esperanza  de que en el transcurso del concurso aparezca alguna solución. Actuación absolutamente equivocada que en muchas ocasiones abocará a la paralización comercial de la sociedad y a una liquidación traumática, con las posibles responsabilidades personales para administradores e, incluso, ejecutivos de la sociedad deudora.

El segundo supuesto permitirá al empresario saber de antemano a que se va a enfrentar, adoptando las medidas preventivas que permitan, en gran medida minimizar los efectos que todo concurso supone para un deudor.  Es intrascendente que la finalidad sea la obtención de un convenio o la liquidación. Tan importante es la obtención de un convenio que garantice la continuidad empresarial, como lograr una liquidación ordenada, eludiendo responsabilidades para los administradores, si la sociedad no es viable.

Llegados a este punto debemos resaltar que en la mayoría de las ocasiones, la toma tardía de la decisión de instar el concurso ha de ser calificada como culpable o negligente pues, en no pocas ocasiones, no sólo impide posteriormente una solución de la situación, sino que la agrava incrementando la deuda, de manera que se asumen obligaciones frente a terceros que nunca podrán ser cumplidas, lo que tendrá sus lógicas consecuencias en la sección de calificación.

La realidad de nuestro país difiere bastante de esa situación idílica perseguida por el legislador, en donde un empresario acude a un procedimiento concursal cuando debe y donde los operadores del mercado se encuentran sensibilizados frente a la necesidad de de no continuar en el tráfico cuando el riesgo de incumplimiento de obligaciones es grande. Estamos todavía muy alejados de los países de nuestro entorno, en donde el número de concursos es comparativamente mucho más alto. La razón no hay que buscarla en la existencia de mayor número de situaciones de crisis empresarial, sino en que éstas acceden a los Tribunales cuando deben hacerlo y las medidas concursales son utilizadas por los empresarios como una medida real de saneamiento, todo lo cual colabora a mejorar la situación económica y a minimizar los daños a los demás operadores del mercado.

Lo cierto es que la inercia de lo que venían siendo lo procedimientos concursales hasta la fecha y los problemas de índole práctico que afectan a la empresa en crisis retraen de manera muy importante la toma de este tipo de decisiones que sólo se percibe como la última alternativa, a riesgo, en la mayoría de las ocasiones, de que cuando se adopte ya no sirva para la finalidad prevista.

Evidentemente, la presentación de un concurso es una decisión difícil de adoptar, quizás la más difícil de un empresario. Supone el comienzo de una andadura de resultado incierto de la que no es impensable que, finalmente, no se pueda salir e implique la desaparición de la compañía. Por ello, ni debe adoptarse de no ser necesario, ni debe solicitarse sin la debida preparación previa, tanto en lo jurídico como en lo económico. Es, probablemente, la última decisión a adoptar cuando las demás alternativas han fallado, pero que sea la última no puede identificarse con que se adopte tarde.

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