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03/12/2024. 03:20:53
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Malos tiempos para la Ley y los derechos de las personas

Javier Fuertes

Magistrado. Doctor en Derecho

Javier Fuertes

Una de las características esenciales que determinan la existencia de una sociedad es la de estar dotada de normas que regulen la convivencia de las personas que en ella se integran).

Pero vivimos tiempos en los que la crítica de la Ley no es suficiente, como no lo es denostarla, sin ofrecer, por supuesto, alternativa alguna. Es preciso pedir a las masas que repudien las normas de convivencia y las pisoteen. El mensaje es que las Leyes están ahí para ser cumplidas, o no, a mera conveniencia.

Pero como bien sabemos (o deberíamos saber y, en todo caso no ignorar), las sendas y vericuetos que nos ha llevado hasta el actual sistema de elaboración de las normas jurídicas no ha sido, precisamente, un camino de rosas.

En el principio la única ley que existía era la voluntad del más fuerte y el grupo se regía por la voluntad de quien imponía sus decisiones, porque no había quien fuera capaz de impedirlo. Era la supremacía de la fuerza, un lugar sin espacio alguno para los derechos de los individuos. Pero en algún momento, y no sin violencia, afloró la razón y la necesidad de crear reglas de conducta, es decir, se impusieron (o se empezaron a imponer) límites a ese autoridad, hasta entonces absoluta, poder que fue sustituido por otra soberanía, la del pueblo, que era quien tenía que dotarse de las normas más justas y adecuadas a través de sus representantes, los elegidos por el propio pueblo, y en los que se depositaba esa soberanía popular. Resumen sintético que no refleja ni la complejidad del tránsito recorrido ni, menos aún, la lucha y sacrificio de los que dedicaron su vida, y en ocasiones la dejaron en ese camino, para construir una sociedad más justa.

Y es que la historia del Derecho no es otra cosa que la de la construcción (como reconocimiento), y constante evolución, de los derechos de los individuos. Y el precio que hemos tenido que pagar no ha sido precisamente bajo. La democracia como sistema de gobierno (el menos malo de los sistemas conocidos) en la que absolutamente todos, hasta los propios poderes, se encuentran sometidos a la Ley.

Ley que, por su propia naturaleza humana, se encuentra sometida a los mismos vicios e imperfecciones que el resto de nuestras creaciones. Porque la norma jurídica, aunque tiende a la perfección, no es más que una visión del deber ser en un momento y lugar determinado. Por ello, como conjetura, puede adolecer de defectos de previsión, y la situación que se pretende regular puede verse modificada con el simpe transcurso del tiempo, haciendo que una norma, que resultaba adecuada, deje de serlo.

Es misión de los representantes de los ciudadanos, en tanto que depositarios de la soberanía popular, adaptar las normas de conducta a las necesidades sociales. Y es deber de todos respetar la Constitución y el resto de normas que componen el ordenamiento jurídico, sistema jurídico que no es estático e inmutable, pero que se encuentra sometido para su reforma a las reglas establecidas para ello (Constitución incluida).

Porque nos dotamos de normas que son legítimas, y están dotadas de obligatoriedad, en tanto creadas conforme a las reglas establecidas, de manera que ni los poderes públicos pueden crear normas sin respetar los procedimientos de elaboración establecidos ni los ciudadanos ni los propios poderes púbicos (por importante que sea su función en nuestro sistema) pueden ignorar esas normas ni omitir su cumplimiento.

Se puede discutir una norma. Se puede combatir su conformidad a la Ley y, caso de tratarse de una Ley, de su falta adecuación a la Constitución (como norma suprema o Ley de Leyes) e incluso el propio sistema permite, mediante los cauces establecidos para ello, la modificación, sustitución o eliminación de las leyes, mediante la promulgación de una nueva norma. Pero lo que no se puede pretender, ni por los ciudadanos ni tampoco por los poderes públicos, es incumplir sus mandatos porque sí.

Y aunque lo expuesto no deja de ser meridianamente claro (cristalino, como le decía Tom Cruise a Jack Nicholson en Algunos hombres buenos) vivimos tiempos en los que la discusión y crítica de la norma, por mucho que se trate de una Ley emanada de nuestras Cortes Generales (o Asambleas legislativas autonómicas o Parlamento Europeo), supera los niveles socialmente admisibles, y se lleva a la negación de su validez, su carencia de legitimidad y la negación de su obligatoriedad. Vivimos tiempos en que por determinados grupos de ciudadanos y, lo que es peor, por representantes políticos, se afirma sin pudor que no hay que cumplir tal Ley o tal otra, con argumentos tan profundos como que no es adecuada, que no conviene o, simplemente, sin razón alguna.

El quebranto de las bases que sostienen nuestro sistema es tan evidente y la arbitrariedad que se pretende imponer por determinados políticos es de tal calibre que uno palicede al rememorar comportamientos que solo resultan comparables a los de Estados que carecen de seguridad jurídica o de tiempos (no tan lejanos) en los que dictadores sin escrúpulos extendieron el horror, la miseria y la muerte por Europa.

Los cargos públicos tienen la obligación, ética, moral y legal, de respetar las normas jurídicas sin olvidar, en momento alguno, que el apoyo de la ciudadanía que le otorgó esa responsabilidad no les confiere un derecho de pernada para desobedecer la Ley y alentar su incumplimiento. Como persona y como poder se encuentran sometidos a la Ley.

Este sistema de gobierno tan horrible y estas normas tan abominables son las que han permitido a esas personas ocupar los cargos de representación, y su deber es crear un sistema más justo y, en tanto que integrantes de los poderes públicos, promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas, al tiempo que remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.

Malos tiempos para el imperio de la Ley, como principio constitucional que garantiza a los ciudadanos seguridad jurídica y la sumisión del poder al Derecho… por eso es tan peligroso que a nuestros representantes se les suba el poder a la cabeza y, ebrios de ego, confundan el patrimonio público con su patrimonio y cualquier ocurrencia que se les pase por la mente con el derecho emanado del pueblo soberano

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