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24/04/2024. 11:53:11

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¿Controlar o no controlar las redes sociales?

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Esquema de una red social

Juan Carlos Carbonell Mateu y Ricard Martínez, debaten sobre el control de las redes sociales.

LA CARA

Juan Carlos Carbonell Mateu.
Profesor Catedrático de Derecho penal
Universitat de València

“No se puede hacer impunemente apología del delito en las redes sociales”, según palabras del Ministro del Interior. “Habrá que adecuar la legislación para proteger a los ciudadanos” era, en realidad, el mensaje que se pretendía enviar. Y todo ello a raíz de la aparición en las redes sociales, especialmente en Twitter, de unos cuantos comentarios de mal gusto tras el asesinato, por causas todavía por esclarecer pero que parecen tener poco que ver con la indignación de los ciudadanos con la clase política, de la Presidenta de la Diputación de León.

Lo primero que debemos plantearnos es si las redes constituyen una especie de limbo donde no rige norma alguna y, por tanto, lleva razón el Ministro al plantear la necesidad de su regulación; lo segundo, cuál es la significación real de los mensajes de indudable mal gusto que jalean un asesinato o reafirman la necesidad de acabar con la clase política.

Es verdad que las redes plantean peculiaridades importantes que dificultan la aplicación ordinaria de las normas; desde la determinación del lugar –y por tanto la competencia jurisdiccional- donde se producen hasta los problemas de identificación personal. Cuestiones que la técnica ha resuelto, de manera que resulta perfectamente determinable la autoría, el momento y el lugar donde se produce un mensaje con contenido delictivo. De hecho, hemos asistido a la detención de más de un internauta. Ya no parece haber problema. Y tampoco puede serlo la enorme potencia difusora de la red. Aunque, sin duda, es ésa y no otra la verdadera fuente de preocupación de la clase dirigente. Si un mensaje “colgado” en la red no alcanzara, siquiera potencialmente, a muchos miles de seguidores, no habría habido atención alguna al problema.

Puede decirse, sin embargo, que el mayor eco alcanzado por los mensajes ha sido fruto de esa atención y de su difusión a través de los medios clásicos. Aún hoy y pese a todo, una opinión emitida en un telediario –pese a la disminución paulatina de audiencia de la emisora pública- tiene mucha mayor influencia en la opinión pública. Con todo esto quiero decir que, indudablemente, las redes ni son ni pueden ser un terreno ajeno a las normas. Y si en ellas se cometen delitos de injurias, calumnias o lo que parece más preocupante, provocaciones a la delincuencia emitidas, en definitiva, a través de los medios mecánicos de difusión, todo ello es ya objeto de regulación por el Código Penal. Aunque, una vez más, nuestros políticos se empeñen en encontrar la solución a los problemas –reales o ficticios- modificando una legislación que ya la contempla.

Cuestión distinta –aunque no distante- es si el mal gusto y la chabacanería malsonante constituyen apología de nada. Es verdad que la enorme facilidad de acceso a la difusión pública de la opinión privada que supone la red, al mismo tiempo que ha significado una revolución histórica a favor de la libertad de expresión–o, al menos, de la posibilidad técnica de su difusión, que es lo que le da trascendencia-, permite el lanzamiento de exabruptos por personas que hasta ahora tenían vedada difusión de sus mensajes. Pero también es verdad que eso no puede alterar la significación de los mismos.

El Código Penal de 1995 dejó claro, en su artículo 18, que no es apología punible cualquier loa de hechos delictivos anteriores ni cualquier elogio de sus autores; sino solo aquellos que constituyen un acto preparatorio –una provocación- de futuros hechos delictivos. Que tiene que constituir la creación de un auténtico peligro para los valores protegidos por las normas penales; en este caso, la vida. Y que tiene que ser emitido con esa precisa intención. Aunque reformas posteriores paliaron la fuerza de esta idea, a través de la punición del enaltecimiento del terrorismo y de las peculiares injurias o menosprecio a las víctimas del mismo a través de un precepto de muy dudosa constitucionalidad, la vigencia de la limitación del concepto de apología sigue imponiéndose como una consecuencia evidente de la importancia que las libertades de expresión e información tienen en un estado democrático. Especialmente cuando afectan a cuestiones públicas o, si se prefiere, políticas. Basta con recordar que la Democracia se asienta en la libre formación de la voluntad de los ciudadanos y que ésta es imposible sin la efectiva vigencia de las aludidas libertades.

Por supuesto que eso no puede significar que no haya límites procedentes del resto de los derechos fundamentales ni que el Código Penal no constituya una barrera infranqueable, precisamente porque su función es la tutela de dichos derechos. Pero sí que las limitaciones justificadas a la libertad de expresión han de ser las mínimas indispensables y que legislar alegremente sobre su ejercicio es jugar con los valores primarios del pluralismo y, por tanto, de la Democracia.

Si los mensajes emitidos constituyen apología del asesinato, porque son provocaciones intencionadas a la comisión de futuros hechos delictivos, la legislación vigente los contempla adecuadamente. Y, recuérdese, ha habido varias actuaciones judiciales por estos hechos, incluso con detenciones. No es, por tanto, preciso modificar nada para perseguir y, en su caso, castigar a sus autores. Aunque, sinceramente, la impresión parece más bien la de ser chiquilladas de pésimo gusto y peor educación cívica sin mayor trascendencia.

Pretender que sirvan como pretexto de una regulación de la libertad de expresión a través de la red constituye simplemente una manifestación palmaria del pánico que a determinados ostentadores del poder político produce el ejercicio de los derechos de los ciudadanos. Sobre todo cuando dicen cosas que a ellos no les gustan. Pero, claro, eso no es otra cosa que pánico a la Democracia.

LA CRUZ

Ricard Martínez.
Doctor en Derecho Constitucional y experto en protección de datos [I+D Proyecto del Ministerio de Economía y Competitividad (DER2012-34764)].

La libertad de expresión y el derecho a la información se conciben por el artículo 20 de la Constitución Española como derechos de todos, aunque nunca fue así, al menos no hasta bien entrados los años noventa. A lo largo de veinte años de jurisprudencia constitucional aprendimos que la dignidad impone límites incluso cuando el protagonista de la información hubiera fallecido, como el Comandante Patiño. El Tribunal Constitucional acotó las agresivas expresiones de algunos periodistas que en sus críticas afectaban a la dignidad de las personas, -recuérdese el famoso caso José María García-, afectaban a la intimidad familiar, -casos Sarita Montiel, Pantoja Paquirri, o Cortina-, e incluso descubrimos que la comunidad judía podía obtener tutela de sus derechos.

Así, con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos como guía, y en la senda abierta por el Tribunal Supremo de EEUU, consolidamos una sólida doctrina orientada a proteger el libre mercado de las ideas. Sin embargo, en algún momento en ese camino confundimos la libertad de prensa tan duramente ganada con otra cosa. Con programas en los que la hez del famoseo se sorteaba en una Tómbola sin fin de expresiones soeces regadas con información hedionda. Y la doctrina del Tribunal Constitucional se nos olvidó y convertimos en campeones de la democracia a locutores que hacen de la ponzoña su oficio y a políticos que se escudan en el paraguas de la inviolabilidad para sembrar cizaña y discordia.

Y en este escenario social y jurídico surge la web 2.0 y de su mano el periodismo ciudadano. Como poéticamente señalaron los tribunales norteamericanos en Internet un ciudadano tiene los mismos derechos que el New York Times, esa es su grandeza. Ahora, el ejercicio del derecho de informar y la libertad de expresar una opinión pueden ser ejercidos por todas las personas, y para ello les basta con abrir una cuenta en Twitter o un blog en cualquier proveedor. Y el ejercicio de estos derechos al servicio de una formación pública libre desborda los cauces erigidos por los medios de comunicación, se desarrolla al margen de todo control político o económico, y florece en artículos de 140 caracteres vertebrando un nuevo modo de entender la realidad en una sociedad red pluricéntrica en la que un anónimo ciudadano puede ser nodo y punto de encuentro de miles. Informar ya no es aquel derecho que ejercían exclusivamente ciertos profesionales cualificados llamados periodistas.

Sin embargo, los límites en el ejercicio de este derecho son los mismos para todos. No se trata únicamente de la exigencia de veracidad ni de la concurrencia de interés público. El problema reside en la intensidad de un conjunto de expresiones vejatorias, a veces manifiestamente delictivas, que afectan gravemente a la dignidad. Tal vez imitan un modelo agresivo de columnistas y tertulianos, que avezados en el oficio de escribir, exploran los límites de lo razonable escapando de la responsabilidad jurídica. Sea por imitación, sea como resultado de una sociedad que ha renunciado a poner la formación cívica en el centro de su sistema educativo, con harta frecuencia se confunden y rebasan los límites.

¿Y cuál debe ser la respuesta jurídica a este fenómeno que nace en un ambiente social crispado? En primer lugar, hay que subrayar que el Ordenamiento ofrece herramientas suficientes en el ámbito civil y en el penal. No parece necesario buscar nuevas fórmulas de criminalizar estos hechos. Debería bastar con activar las respuestas reactivas disponibles, y hacerlo en todos los casos con independencia del color político de quien rebase la línea roja de la dignidad, de la adscripción partidista o profesional del agente de la agresión y de la condición concreta de la víctima.

Las búsquedas policiales indiscriminadas en las redes sociales, incluso con el fundamento que puede ofrecer el art. 22 de la LOPD, pueden presentar serios riesgos para la privacidad y la libertad ideológica de los ciudadanos y requerirán del indispensable auxilio judicial cuando se trate de espacios cerrados del tipo “sólo mis amigos”. De abordarse una regulación está deberá ser integral, actualizando el anticuado derecho de rectificación, desarrollando como señalaba la Directiva 95/46/CE los aspectos periodísticos, -en los que la Agencia Española de Protección otorga sistemáticamente prevalencia al medio de comunicación por el mero hecho de serlo-, y buscando siempre que sea posible un equilibrio favorable a la libertad.

De lo contrario, si lo que se busca es disuadir, atemorizar a personas cuya formación cívica es inexistente gracias a una errática gestión de la educación ciudadana, nos situaremos en el territorio de una censura previa basada en el nada infundado temor reverencial a una respuesta penal probablemente desproporcionada.

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