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14/11/2024. 10:04:54
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¿Es posible la intervención terapéutica con todo tipo de internos?

Pedro Lacal Cuenca

Psicólogo II.PP

Puerto Solar Calvo

Jurista de Instituciones Penitenciarias

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La Cara

Puerto Solar Calvo.
Jurista II.PP

De acuerdo con el art. 25.2 CE: «Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados. El condenado a pena de prisión que estuviere cumpliendo la misma gozará de los derechos fundamentales de este Capítulo, a excepción de los que se vean expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la ley penitenciaria». Si bien la reeducación y la reinserción social no han sido reconocidos por el TC como derechos subjetivos de los internos, sí que se consideran un mandato al legislador y, por ende, principal finalidad de la actuación de la Administración Penitenciaria.

Sin embargo, hay un grupo de internos con los que satisfacer este mandato constitucional no sólo es complejo, sino que, dependiendo de cómo se ejecute por la Administración Penitenciaria, puede incluso no ser adecuado al ordenamiento. Pensamos en los delincuentes por convicción. Esto es, aquellos que están convencidos del acierto del hecho delictivo realizado. En relación con los mismos, la vertiente del art.25.2 CE consistente en la resocialización suele no tener ni sentido, ni contenido. Ello en la medida en que habitualmente, se trata de internos pertenecientes a grupos organizados que cuentan con apoyo social de su ámbito geográfico de referencia -como mero ejemplo, los internos condenados por el Procés-. En cuanto a la vertiente de la reeducación, la previsión del art.25.2 CE puede volverse aún más criticable en tanto parece que lo que se pretende es una especia de lavado de cerebro de quien está convencido de lo que ha hecho.  

A su vez, desde el estricto ámbito del ordenamiento penitenciario, los preceptos que regulan el tratamiento penitenciario tampoco ayudan a deshacer esta madeja. A pesar de la claridad con que se expresa el art. 112.3 RP al reconocer que «el interno podrá rechazar libremente o no colaborar en la realización de cualquier técnica de estudio de su personalidad, sin que ello tenga consecuencias disciplinarias, regimentales ni de regresión de grado», el art. 5.2g) RP establece justamente lo contrario, catalogando como deber de los internos el de «participar en las actividades formativas, educativas y laborales definidas en función de sus carencias para la preparación de la vida en libertad». Y lo mismo sucede si acudimos a otros preceptos de la LOGP -art.4 sobre los deberes de los internos o art.26 sobre la actividad laboral de los mismos-. Con ello, parece que la norma quisiera imponer la realización de las actividades tratamentales, a pesar de la ilógica que ello entraña desde un punto de vista de su posible éxito terapéutico. Siendo este el escenario normativo, no extraña que en ocasiones que diga que estamos ante un modelo de intervención autoritario, en lugar de auténticamente rehabilitador.

Por ello, para que el tratamiento sea legalmente admisible, ha de ser enfocado como un derecho del interno que la Administración Penitenciaria ha de ofrecer y fomentar, pero nunca imponer. En la línea de MCNEILL, el interno «debe ser tratado como un sujeto moral y como otro ciudadano más». De ahí que, como profesionales penitenciarios, tengamos el deber de recordar y recordarnos que todos los internos, pero específicamente los internos por convicción, conservan su libertad de pensamiento y expresión, siempre que con ello se muevan en el marco del ordenamiento jurídico. En definitiva, no se trata de modificar sus esquemas de pensamiento, sino exponerles las vías legales para que se ese pensamiento pueda tener cabida en nuestra sociedad.   

 

La Cruz

Pedro Lacal Cuenca.
Psicólogo II.PP.

Desde un punto de vista psicológico todo se puede aprender y, por lo tanto, todo se puede desaprender. Ahora bien, como principio simple, para ello es necesario capacidad y voluntad. No figura entre los quehaceres del psicólogo la inmersión de cualquier individuo en un proceso terapéutico de cambio que para el mismo no conlleve una problemática asociada visible para él mismo o para quienes le rodean. En el ámbito penitenciario, estos principios del tratamiento se enfrentan en ocasiones con el cumplimiento del objetivo institucional de reeducar y reinsertar, y ahí surge un grave problema de dudosa solución. ¿Debemos obligar a los internos a seguir un proceso de tratamiento pautado que modifique las circunstancias precursoras de su conducta penada o únicamente debemos poner a su disposición tales procesos y dejar a su libre voluntad el acceder a ellos o no? ¿En caso de que no muestre su voluntad de acceso, debemos dar por concluida nuestra labor o debemos observar si se producen cambios en sus actitudes que indiquen una superación total o parcial de dichas circunstancias? ¿Y ante el caso de aceptación del proceso, debemos darnos por satisfechos o debemos corroborar que la efectividad del tratamiento es la deseada?. Son preguntas de fácil respuesta verbal, la realidad no lo es tanto.

Mención especial requieren aquellos penados “por convicción”. Conforme a lo expuesto, estos internos no presentan una problemática visible para ellos mismos ni para quienes les rodean, al menos de manera más cercana. Esta falta de asunción les hace refractarios a cualquier tipo de intervención que pretenda modificar sus actitudes. En primer lugar, la intervención iría dirigida a la aceptación de principios sociales mayoritarios que no comparten y están en su derecho, pues su libertad de pensamiento forma parte de su integridad y dignidad. A su vez, esta misma libertad de pensamiento, base de nuestro sistema democrático deviene en su libertad de expresión, también protegida por nuestro ordenamiento. Ahora bien, cualquier sociedad que pretenda subsistir cuenta con un sistema de normas que, si bien dejan un amplio margen para la puesta en acción de conductas y acciones, reprende aquellas que atentan contra su propia supervivencia, y esto también forma parte del derecho de la mayoría social para protegerse e intentar corregirlas. Por tanto, dentro de este sistema de contrapesos no figura el imponer pensamientos o sentimientos, no figura la censura de su expresión verbal o escrita, pero sí la imposición de penas para la acción contraria a estas normas.

En todos estos casos no resulta plausible la imposición de proceso terapéutico alguno. Únicamente, se puede observar si los cambios se producen de manera que impliquen una superación total o parcial de las circunstancias que promovieron la conducta penada. En los casos de delitos por convicción el cambio de actitudes suele reflejarse en una falta de apoyo exterior y abandono, cuando no crítica pública, de su grupo social de pertenencia. Por tanto, en los delitos por convicción, se obtiene información más fiable del exterior que del propio individuo. Nuestra labor, en muchas ocasiones, no consiste tanto en modificar, cuanto en valorar el peligro de repetición, aunque en muchas ocasiones estos conceptos van muy unidos. Como contrapunto, existen los delincuentes por convicción sin apoyo social -los conocidos como lobos solitarios-. Curiosamente, estos internos corren el riesgo de ser diagnosticados como enfermos mentales graves, por esa falta de apoyo social que les convierte en disfuncionales. Así de importante resulta el apoyo social en términos de tratamiento. La única manera de abordarlo, respetando la dignidad del sujeto tratado, es desde fuera, desde el grupo social de referencia, a través de individuos que hayan llevado a cabo el camino de pertenencia contrario.    

 

 

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