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26/04/2024. 23:51:05

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La paridad en las listas electorales

Siluetas de un hombre y una mujer.

¿Debe haber el mismo número de hombres ymujeres en las listas electorales? ¿Han de represntarnos los mejores, independientemente del sexo? Las respuestas, de la mano de César Aguado Renedo, Profesor de Derecho Constitucional. Universidad Autónoma de Madrid, y María Luz Martínez Alarcón, Profesora titular de Derecho constitucional (UCLM).

La Cara

César Aguado Renedo
Profesor de Derecho Constitucional. Universidad Autónoma de Madrid

La exigencia de paridad en las listas electorales es manifestación de discriminación positiva de la mujer, compensación de su histórica preterición en el ámbito de la participación política. Algunos países de nuestro entorno han modificado sus Constituciones para introducir esta obligación. En España esa paridad la ha dispuesto el legislador electoral en 2007, de una forma relativa en general (pues hay excepciones) señalando un mínimo del 40% «de cada sexo» en las listas electorales (art. 44 bis LOREG). El TC ha validado la constitucionalidad de este medida en varios pronunciamientos, en particular en la STC 12/2008.

De los datos que se acaban de exponer, pudiere inferirse que la paridad electoral es fenómeno ineluctable e indiscutible en las democracias occidentales. Pero no es así en general, porque hasta la fecha siguen siendo muchos más los sistemas que no la contemplan; tampoco, desde luego, es cuestión pacífica en el sistema español, ni doctrinal ni políticamente.

Desde la perspectiva doctrinal, porque la esencial STC 12/2008 a este respecto, no puede decirse que desvirtúe de forma convincente los severos reproches de inconstitucionalidad que se imputan a tal obligación, a saber: la importante erosión que comporta de los derechos fundamentales de libertad ideológica, asociación (política) e igualdad-sufragio pasivo. Políticamente porque no es medida compartida por el principal partido de la oposición, que la ha impugnado. Tanto la afectación de contenidos constitucionales tan relevantes por tal medida como el carácter controvertido de la misma, hacen de su elevación a rango constitucional un requisito mínimo, en rigor, para imponerla con una legitimidad jurídico-constitucional que manifiestamente no suple una interpretación de la Norma Fundamental como la de la Sentencia citada. Su constitucionalización no la vuelve de por sí acertada, pero torna la naturaleza de su discusión en otra de distinta índole: en cuestión de política constitucional.

Porque no parece fácil justificar que, en razón de la preterición histórica de la mujer, en un tiempo en el que ya nada impide a las fuerzas políticas que así lo prefieran disponer en sus listas componentes de uno u otro sexo, se vean impelidos a colocar más del uno o menos del otro frente a la proporción que en cada caso entiendan más adecuada. Pareciera que se ha querido trasladar el instrumentarlo conceptual propio de otros ámbitos -señaladamente el laboral- a favor de la mujer (nociones como el “techo de cristal”, las discriminaciones indirectas, etc.), al campo de la representación política, que tiene poco que ver con aquellos. Prescindiendo de algunos efectos colaterales negativos que genera la paridad obligada (p. ej, la idea de “mujer-cuota”), el resultado de esta acaba siendo, a juicio de no pocos, de un lado una concepción de democracia que se aviene mal con su esencia, que es pluralismo ideológico y su necesaria proyección partidaria (comenzando por eventuales formaciones estrictamente feministas); y, de otro, la desfiguración de los fundamentos del sistema representativo al menos tal y como se han venido entendiendo hasta hoy. En fin, cuando menos aparentemente, una medida de naturaleza equilibradora acaba desequilibrando el par libertad-igualdad (par cuya compensada tensión parece constituir la premisa del sistema constitucional ideal), al optar decididamente por esta segunda en lo que hace a la representación política en función del sexo.

La Cruz

María Luz Martínez Alarcón
Profesora titular de Derecho constitucional (UCLM)

Las Constituciones europeas posteriores a la segunda Guerra Mundial consolidaron definitivamente la transformación del Estado liberal de Derecho en un Estado social y democrático de Derecho. En el primero, se partía de la ficción de la existencia de una estructura social homogénea, y, por tanto, se consideraba arbitraria cualquier distinción en el régimen jurídico de los sometidos a un mismo ordenamiento. En el segundo, actualmente vigente, se constata que la vertiente liberal-formal de la igualdad resulta insuficiente para lograr un tratamiento justo de los consociados y por ello se la complementa con la igualdad material, esto es, con aquella vertiente de la igualdad que permite y exige al poder público –también al legislativo- tratar de forma desigual los supuestos de hecho sustancialmente desiguales con el objeto de alcanzar la igualdad real.

En la actualidad, por tanto, son frecuentes las leyes con ámbitos objetivos y/o subjetivos determinados (normas que surgen para solucionar un problema concreto y que no tienen así pretensión de perennidad y/o que atienden a las necesidades de un determinado colectivo en situación de desigualdad real, como podría ser el femenino). Éste sería el caso de la Ley Orgánica para la Igualdad efectiva de Mujeres y Hombres, la cual ha impuesto a los partidos políticos, coaliciones, federaciones y agrupaciones de electores, la obligación de componer sus listas electorales con, como mínimo, el cuarenta por ciento de candidatos de cada uno de los sexos. El incumplimiento de la cuota provoca el rechazo de la candidatura correspondiente por parte de la Administración electoral impidiéndole participar en las elecciones (si bien la Ley exime a los municipios pequeños de su cumplimiento y permite que las Comunidades Autónomas establezcan porcentajes que favorezcan una presencia todavía mayor de mujeres en sus procesos electorales).

Ahora bien, este tipo de normas no sólo debe responder a la existencia de una diferencia sustancial entre los supuestos de hecho tal que justifique el trato desigual (que existía entre mujeres y hombres en el ámbito representativo cuando se aprobó la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo). Además, habrán de superar el juicio de proporcionalidad resultando adecuadas, necesarias y proporcionadas en sentido estricto. Serán adecuadas si resultan eficaces para acercarse al objetivo propuesto; necesarias, si no existe otro medio más moderado para la consecución de tal propósito con igual grado de eficacia; proporcionadas en sentido estricto, si de ellas derivan más beneficios o ventajas para el interés general que perjuicios sobre otros bienes o valores con los que puedan entrar en conflicto. Pues bien, con relación a esta última cuestión he manifestado ya en alguna ocasión mis reparos. En efecto, las afectaciones que impone la medida en el derecho fundamental de asociación política, y, a su través, en el valor del pluralismo político, son tan relevantes que, en mi opinión, permiten poner en cuestión su proporcionalidad (al menos, tal y como se recoge en la norma, ya que sí podrían resultar lícitas las cuotas electorales por razón de sexo que he denominado de incentivos). Con todo, lo cierto es que finalmente el Tribunal Constitucional respaldó su constitucionalidad en la sentencia 12/2008, de 29 de enero. Una vez más, volverá a aplicarse en los procesos electorales autonómicos y municipales que tenemos a la vuelta de la esquina.

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