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29/04/2024. 17:54:30

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La disforia, último estadio iliberal

Doctor en Derecho. Letrado del Tribunal Supremo. Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

La deriva manifiestamente iliberal de una clase política que gobierna en muchas de las actuales democracias posmodernas, caracterizada por el más desacomplejado presentismo, una inmarcesible liquidez moral y un perseverante relativismo semántico, responden a la ética de la convicción clásica, nutriente de la conducta del político irresponsable, del diletante vanidoso, al que Weber consideraba enemigo mortal de toda entrega a una causa y también de la mesura, en este caso con respecto a uno mismo. Cuando el afán de poder no está al servicio de una causa, cuando el político se convierte en un mero profesional del poder carente de convicciones, ahí localizaba el pensador turingio la mayor amenaza para la política, dedicando severos pasajes a estos «políticos de poder», detrás de cuyas formas onfaloscópicas atisbaba «la perfecta vacuidad de quien carece de fines y proyectos más grandes que su propia carrera».

Ahora bien, recuérdese que esa clase política en permanente impostura moral no se ha reproducido por esporas, sino que es hija de unas sociedades autorreferenciadas no ya en normas, sino en valores superiores y sentimientos inaprehensibles, tales como el diálogo, el consenso, el progreso, la identidad o la empatía.

No obstante, y hasta ahora, por muy inicuo que fuera el objetivo de ese gobernante lábil, al ciudadano siempre le quedaba el consuelo de saber que las sedicentes democracias disponían de mecanismos purgativos cada cuatro años, merced a los cuales, poder convertir, y que Kant me perdone, al noúmeno en fenómeno. De hecho, son innumerables los ejemplos en los que, con puntualidad británica, el sufragante ha girado la correspondiente factura al sufragado por los desmanes de éste durante los anteriores cuatro años, reiniciándose el ciclo.

El sensacional problema que ahora asoma es que ese antibiótico electoral del que el ciudadano se valía para hacer frente a la infección política está perdiendo alarmantemente su eficacia terapéutica. Se aprecia cada vez más nítidamente una casi absoluta expurgación de la consecuencia política apreciable, con la inevitable consagración de la inocuidad del mensaje mendaz por un lado y, por el otro, la inquietante presencia de microautoritarismos en el seno de sistemas epidérmicamente democráticos.

La indefensión aprendida, en palabras del psicólogo norteamericano Martin Seligman, quien acuñó el concepto en la década de los sesenta, describe aquel comportamiento pasivo fruto de la creencia subjetiva de no poder hacer nada frente a las situaciones aversivas, reflejándose en una conducta vital teñida de resignación, disforia y apatía frente a realidades que aun inaceptables, se asumen como ineludibles. Y es que la exposición reiterada a una situación que genera impotencia, por mucha aversión que provoque, acabará por debelar la capacidad reactiva del individuo.

Ahora bien, esta defección volitiva no es espontánea. Es aprendida, se inculca. Y, verbigracia, esta pandemia se ha convertido en un inesperado banco de pruebas a tamaño real acentuadamente ilustrativo de esta manipulación. Como agudamente apunta el Profesor Gómez García “Mediante este estado límite, único posible en una situación de excepcionalidad, el poder tiende a hacerse progresivamente totalitario y puede operar en toda su eficacia invadiendo el espacio ontológico de la vida, deviniendo la política, así, en zoopolítica”, y así, al socaire de la hiperprotección de la vida, cualquier medida gubernamental, por aberrante que sea, termina por convertirse en un auténtico acto de benevolencia (Albiac).

Y del mismo modo que hemos aceptado exóticas premisas políticas como inevitables y necesarias, ya tampoco nos alarman las laminaciones en nuestros derechos fundamentales que, hace unos meses tan sólo, no parecían intolerables, es más, la ancilar asunción de situaciones legal y moralmente inaceptables inocula en el ciudadano un sentimiento de culpa que evoluciona a un estado depresivo cuyo efecto nuclear es la inhibición de su acción que, por ende, le aboca a inevitables episodios de disonancia cognitiva contra los que torpemente porfía por salir mediante excusas insolventes cuando no autocompasivas.  Se impone, por tanto, desaprender esa indefensión adquirida, debiendo ser muy conscientes de que permitir al iliberalismo posdemocrático que nos arrebate también la ilusión (y el derecho) de cambiar de gobernantes por medio del voto, acarrearía no ya la adulteración del espacio público y político, sino nuestra definitiva deshumanización, equiparándonos definitivamente con el rol del can inconmovible a las descargas eléctricas del experimento de Seligman y Maier.  

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